Lucas Haurie
Felipe se divierte
No es que sea un jarrón chino, según propia y atinada autodefinición, es la colección entera de la dinastía Ming. Le ocurre además a Felipe González que se instaló hace muchos años en esa cima de la beatitud que mece a quienes todo lo han hecho en la vida. Un nirvana, una paz de los sentidos que permite a sus beneficiarios, con razón o sin ella, eliminar cualquier barrera entre el cerebro y la lengua. Verbaliza hasta el más mínimo pensamiento, el tío, larga lo primero que se le pasa por la cabeza. Aunque superó los setenta, no se trata de un síntoma de la edad, ¿quién no se topa a diario con viejitos la mar de prudentes? Pero es cierto que FG, chapoteando en las aguas de la desvergüenza como sólo los tocados por un amor reciente saben hacerlo, es capaz de decirle cualquier cosa a cualquiera. Se preguntó, con Susana Díaz de cuerpo presente, que qué sentido tiene que sobrevivan las diputaciones provinciales. Casi le da un pasmo a la presidenta, ahora que vuelve a controlar casi todas las de la región y cuenta por millares los sueldos de compañeros que proveen tan generosas instituciones. En la Andalucía de hoy, las diputaciones sirven para ejercer un control férreo sobre el PSOE-A, ya que si no existiesen, la rebatiña en busca del sustento a través del erario sería muchísimo más feroz. Consciente del poder que iba a acumular en las dos elecciones de 2011, Mariano Rajoy se erigió en un defensor a ultranza de las diputaciones: la de bocas populares que han agradecido su empeño durante este cuatrienio. Claro que a Felipe González no le escapa esta evidencia, lo que pasa es que llega un momento en la vida en el que la mayor diversión consiste en ver la cara de espanto del interlocutor.
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