Ángela Vallvey
Filosofía
Todo lo que se llama Estado es una suerte de comunidad, y toda comunidad es una institución humana que existe para un propósito superior. Esto es, al menos, lo que creía Aristóteles, que fue hijo de un médico de pueblo que trataba a los famosos. A los treinta y seis años, Aristóteles llevaba veinte dedicado a pensar, o sea: que no tenía oficio ni beneficio, y no porque fuese un «ni-ni» talludito, sino porque salió filósofo y concluyó que el Estado es una de esas cosas naturales y que los seres humanos viven por naturaleza dependiendo del Estado. Para Aristóteles, todo el que vive fuera del Estado o bien es un ser sobrehumano o un simple degenerado. De haber existido ahora, quizás habría añadido a esta relación de proscritos las categorías de «refugiado en un paraíso fiscal», «tesorero de un partido político», etc. «Hombre sin estirpe, sin ley y sin hogar propio, un salvaje partidario de la guerra, solitario e intratable», así era todo aquel que se sustraía al poder del Estado para Aristóteles, también para Homero. Lógico, pues en la Antigüedad hacer comunidad era más importante que cualquier otra cosa. El ser humano necesitaba a la colectividad «más que las abejas y otros animales que viven en enjambres y bandadas»; los humanos hablan y la mancomunión de sus ideas –que las tienen porque son capaces de hablar– producen de manera natural la familia y el Estado. Del Estado procede, así, la justicia, el derecho que es orden imperante. O sea: que parece que hubiese sido el viejo filósofo de Estagira quien tuvo la idea de engordar las administraciones públicas de la vieja Europa «Pig». A veces pienso: «Es curioso: Grecia, Italia, Portugal, España... países entre los más trascendentales de Europa, de Occidente. ¡¿A esto conduce, pues, la filosofía...?!».
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