José Luis Alvite
Fuego meado (II)
Ella era una pasión para mí, una tentación arriesgada que yo sabía que me perdería interés tan pronto dejase de suponer también un peligro. Deseba compartir su intimidad, pero no quería cometer el error de formar parte de su rutina. Y tampoco estaba seguro de que sus sentimientos no fuesen más que la falsa apariencia de su ambición, la ganzúa en la que a veces me parecía que se convertía su sonrisa cuando pensaba que yo jamás sería capaz de tomar una decisión que no fuese copia literal de la suya. «Podríamos alquilar un piso en el otro lado de la ciudad, en una de esas calles que tanto te gustan en las que ni siquiera estuvo más de cuatro veces el cartero», me propuso una de aquellas tardes de lujuria y tensión en su alcoba. «Tú disfrutarías con más calma del placer y yo estrenaría cada noche lencería», dijo con aquella voz saciada que olía como su pelo. Me defendí como pude: «No funcionaría. Suele ocurrirme que me produce más placer viajar cuando, sentado en mi automóvil, imagino que voy al volante de un coche robado. ¿No estamos bien así? Me atrae el riesgo que corremos. Creo que un hombre como yo sólo puede ser feliz si para conseguir la felicidad necesita agallas». Escuchó mi contraoferta ladeada en la cama, con un cigarrillo en la mano, sin perder la compostura, segura de sí misma, sin duda convencida de que sucumbiría a su proposición tan pronto volviésemos a encontrarnos en su alcoba y mis manos descubriesen otra vez en su cara el mismo tacto irresistible que si pasase la mano por sus medias. Solía ocurrir, sobre todo cuando pasaban algunos días sin vernos y al sentir su sensualidad invertebrada pensaba que incluso si me disparase en la boca me habría parecido sexo oral. Una tarde me dijo: «Los vecinos hablan y mi marido escucha cosas. Un día se me escapará tu aliento en su boca...».
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