Alfonso Ussía

Golf

El «ecologista sandía» –muy verde por fuera, muy rojo por dentro– detesta el golf. No soporta la maravilla de un campo de golf, síntesis del respeto por la naturaleza. Sus argumentos se desmoronan cuando comprueba que la mayor parte de ellos se riegan con agua reciclada. Es un problema de complejo social. Para la izquierda anti-golf, este deporte es de ricos –necia ignorancia–, y desea la desaparición de sus campos. El «camping», al contrario, esa porquería que lleva sus detritus a las playas y los ríos, cuenta con todo su apoyo. Tampoco son entusiastas, pero jamás adversarios del golf, los que lo juegan muy mal. Churchill no lo dominaba. Le faltaba cintura: «El golf es un juego cuyo fin es colar una bola muy pequeña en un agujero tan pequeño como la bola usando herramientas singularmente mal diseñadas para ese propósito». Y para Lee Treviño, extraordinario jugador, el golf es lo mas divertido que se puede hacer con la ropa puesta. Nadie ha escrito del golf con más humor y genialidad que P.G. Wodehouse. Sus lectores elogian su novela «Dieciocho Agujeros», pero su escrito magistral es más breve. Un cuento titulado «El Éxito de Cuthbert» que no tiene desperdicio.

Por aquí, poniente de la Montaña de Cantabria, los ecologistas han acosado sin piedad al Golf de Oyambre, no registrado como el más antiguo de la península –el de Las Palmas se lleva la ídem–, por contar con tan sólo nueve hoyos. Un golf semejante a los «links» ingleses y escoceses, que resiste a duras penas. Ese acoso y el aumento de los visitantes a la zona de Comillas empujó hace años a construir un nuevo campo de golf, el de Santa Marina, cerca de San Vicente de la Barquera. El diseño se lo encomendaron a un señor que se llamaba Severiano Ballesteros, era de Pedreña y el mejor jugador de golf que ha dado España en la historia de este deporte. España, y Europa, los Estados Unidos y Japón, donde era aún más admirado y adorado que en sus raíces. Pero una gestión errada llevó el golf a las puertas de la clausura, y un reducido pero entusiasta grupo de románticos y magníficos gestores lo ha salvado, por ahora. Prueba de ello es el Campeonato de España de Profesionales que se disputa este fin de semana, con homenaje posterior a Severiano Ballesteros y su tío, Ramón Sota, que nada tiene que ver con el traidor independentista vasco, «Sir» Ramon de la Sota, más cursi que una tarta de boda con palomas en su interior.

El Golf de Santa Marina mejora el paisaje movido de La Revilla. Las calles se insertan en bosques centenarios de robles, fresnos, hayas, castaños y nogales. De cuando en cuando, una ardilla roja cruza los verdes en busca de su vida, y en invierno es frecuente la visita de los corzos. Se trata de una maravilla instalada en otra maravilla, y cabe preguntarse cómo hay gente que aborrece los paisajes mejorados.

Y el golf me ha traído esta semana una de las imágenes más naturales y emocionantes de los últimos años. Habría hecho feliz a mi querido Carlos Domecq, ya escapado a otras alturas, que también fue un estupendo jugador de golf y frecuentó Santa Marina. Se ha hablado y escrito mucho de la compostura de nuestros deportistas cuando suena en su honor el Himno Nacional. He defendido y defiendo que nuestro Himno no necesita letra. Las letras de los himnos nacionales dicen muchas tonterías y son majaderas, belicosas y agresivas. La fotografía es maravillosa. El equipo femenino de España de Golf oye el Himno español. Son cuatro las jugadoras que compitieron en el «International Crowns». Belén Mozo, Beatriz Recari, Carlota Ciganda y Azahara Muñoz. Las cuatro, emocionadas, con sus manos derechas llevadas hasta el corazón. «Cuando estamos fuera de España y oímos el Himno, la sangre nos hierve». Les hierve en la medida del buen gusto, de la profundidad. No necesitan exagerar la solemnidad del momento, como hacen algunos futbolistas. La emoción es serena, es honda y es sincera. Y no precisan cantar una letra innecesaria cuando la música que oyen es la que les identifica con su Patria. Además, y para colmo, las cuatro son guapísimas, desde la navarra Ciganda –la más alta–, hasta la maravillosa Azahara, de la que se dice que la mitad de los hombres que siguen el golf femenino en el mundo están enamorados de ella. Yo, por mi parte, de las cuatro.

Así se oye el Himno, y así se representa a España. Y para molestar aún más, van y ganan.