Luis Alejandre

Guerra asimétrica

La Razón
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Cuesta entenderlo, cuesta aceptarlo, pero la saña del terrorismo ha vuelto a herir nuestra sociedad. Lo ha hecho en París, la capital de la libertad, otro crisol de culturas y razas donde nacieron desde el fin de la esclavitud hasta la Declaración de los Derechos del Hombre.

Pero ya llevamos tantas sacudidas con cientos de muertos que no tenemos más remedio que aceptar que nos encontramos ante una guerra sin cuartel, en la que se enfrenta nuestra cultura de la razón contra el fanatismo, el odio y la propia sinrazón. Una vez más se atenta contra personas indefensas, contra los que no tienen nada que ver las decisiones políticas. «La culpa es de vuestro Hollande», gritaban los asesinos de la sala de conciertos Bataclan ante 1.500 espectadores amantes del rock duro. Aterrados por lo que veían, ¿qué tenían que ver ellos con la política internacional del Gobierno francés? Más al este, ametrallaban a los clientes de un restaurante, en su mayoría camboyanos. ¿No habían sufrido ya bastantes atentados en su país de origen?

Y los 80.000 espectadores que disfrutaban de una victoria en fútbol sobre Alemania, que aun en partido amistoso siempre tiene su miga, tuvieron que cambiar los cantos de alegría por gritos de dolor y angustia, haciendo del campo de juego, de su césped –¡bien por la organización!– su refugio seguro. Mientras, las redes se saturaban de incertidumbres y preocupación: «¿Dónde os encontráis?; ¿estáis bien?». Seguro que muchos de ellos desconocían las conexiones del Daesh/EI, incluso el nombre de sus asesinos dirigentes. Igual que los que murieron en las Torres Gemelas de Nueva York o en nuestros trenes de Atocha. Buscan el mayor desgarro en gentes que como máxima responsabilidad pública tuvieron la de emitir un voto. Pero buscan el mayor dolor, el impacto del terror, la mayor trascendencia mediática. Y no sólo atacan en Occidente. No dudan en masacrar a sus hermanos en religión haciendo el mayor daño posible, como arruinar su industria turística, en Túnez o en Egipto. Gritaban también el socorrido «Ala Akbar» («Alá es el más grande»). ¿Quién les ha engañado? ¿Quién les ha dicho que un Dios puede justificar este odio? ¡Ya pueden recordarnos párrafos del Corán quienes son capaces de convencer a unos asesinos de que su propio suicidio es su salvación, mientras ellos se mantienen agazapados y seguros!

Guerra abierta en la que estamos todos desgraciadamente alistados. Ya no hay fronteras ni límites entre uniformados y población civil. No se libran ni los niños ni los ancianos ni los enfermos. Se ha roto todo un sistema.

Escribo esta reflexión desde Santo Domingo donde intento descubrir las claves de una guerra fratricida (1863-1865) con España, que ellos llaman de la Restauración, consecuencia de una fallida anexión a la Corona de Isabel II. Pero aquí, a pesar del desgarro que toda guerra conlleva, hubo reglas, límites, incluso ciertos respetos e hidalguías. No pensé que debía apartar durante un tiempo mis archivos para hablar de otra guerra, esta vez sin reglas, sin límites, sin respetos y, por supuesto, sin la menor hidalguía.

Hace poco comentaba unos importantes ejercicios de la OTAN en los que su secretario general nos alertaba sobre la proximidad del enemigo a nuestras fronteras. ¡El enemigo está dentro! Y cuando nuestro ministro de Defensa, Pedro Morenés, dijo que el horizonte de la Alianza es de 360 grados no sé si se refería sólo a las posibles zonas de intervención o pasaba el mensaje de que la Alianza debe abrirse a más actores. Sobre si sólo debemos preocuparnos del Artículo 5 de la Carta Atlántica, que protege militarmente a nuestros territorios trasatlánticos occidentales, o si debemos abrirnos e integrar a otros países que no hagan de sus creencias religiosas interpretaciones de fanatismo y odio. Porque no sé si lo del Stade de France o del teatro Bataclan es preludio de otros episodios. En las redes, otros fanáticos vomitaban: «¡París en llamas!», «¡El califato ataca a Francia!». ¿Qué podemos esperar de estas gentes?

Pienso en la necesaria cohesión internacional, en la unidad, preocupado porque en nuestra propia casa algunos quieren debilitarla. Sigue siendo el momento de cruzar informaciones, adaptar –y endurecer– las leyes. Los estados de emergencia y los cierres de frontera no pueden durar en nuestra actual sociedad. Las medidas deben ser permanentes, cada día más adaptadas a este enemigo, a esta nueva guerra. No es sencillo, pero es vital. Estamos hablando de proteger una cultura que debemos transferir a nuestros hijos y que tantos esfuerzos nos ha costado alcanzar.

Desde la catedral más antigua de América prometo una oración por nuestros hermanos franceses, víctimas del fanatismo más irracional que una guerra permite.