Joaquín Marco
Guerracivilismo en almíbar
Azaña cuenta que en lo que él llamaba su pueblo, que es Alcalá de Henares, un ayuntamiento republicano cambió el nombre de una plaza, la de las Bernardas, situada entre un convento, una cárcel y el palacio del Arzobispo. Pasó a ser la plaza de la Libertad. Azaña lo atribuía a la socarronería incurable de sus paisanos. Menos gracia, aunque no les falte del todo, tienen los cambios promovidos por los ayuntamientos gobernados por podemitas y socialistas. Siguen un patrón propio que consiste en empeñarse en modificar el pasado según criterios ideológicos y, sobre eso, rebozar la violencia y la arrogancia en cursilería. Volvemos a encontrar aquí la también sempiterna voluntad de la izquierda de nuestro país en creerse titular único de la legitimidad democrática, con lo que se figura que la historia está a su libre disposición. También encontramos el inevitable toque postmoderno, ese prurito estético y sentimental, auténtica sobredosis de dulce, que lleva a rebautizar una vía como «avenida de la Inteligencia» y otra como «calle de Fortunata y Jacinta». Todo va amparado en la Ley de Memoria Histórica promulgada en tiempos de Rodríguez Zapatero con el objetivo explícito de dividirnos otra vez en buenos y malos españoles. Muchos éramos partidarios de que se hubiera derogado. No ha sido así, y es posible que lo que esté ocurriendo con la Inteligencia y las pobres Fortunata y Jacinta contribuya a explicar la decisión del gobierno de Mariano Rajoy.
Un gobierno que se respete a sí mismo, efectivamente, no tiene por qué variar las medidas de un gobierno anterior que no sean cruciales para su proyecto. Hacer pedagogía de la continuidad es crucial en cualquier política civilizada y con voluntad civilizadora. Además, el fanatismo, incluido el fanatismo cursi y sentimental, no se combate siempre de frente porque eso aumentará la división. En situación de normalidad, como es la nuestra, el fanático, en particular si se cree artista –que es lo que todos los fanáticos de hoy en día se creen–, acabará haciendo el ridículo más pronto que tarde. No se enarbola perpetuamente la antorcha del guerracivilismo, aunque sea en almíbar, sin caer en esa trampa. Es lo que está ocurriendo con los ayuntamientos podemito-socialistas y, en general, con la cultura progresista. Lo mismo, por cierto, está pasando con los independentistas, nacionalistas o no, en Cataluña. La tontería sólo la cura el tiempo.
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