Ángela Vallvey
Hablemos
«Qualis vir, talis oratio», decían los latinos (los antiguos, no los cantantes de reggaeton). O sea, que hablamos como quienes somos. Como «lo» que somos. Lo que decimos, más que hablar sobre nosotros, «canta». Hay quien habla mucho y no dice nada, de manera que transmite la sensación de que su mente y su alma están abarrotadas, pero tan sólo de cosas inútiles, de una especie de trastos invisibles con los que se tropieza a menudo y que poseen escasa validez, ventaja, rendimiento... De esos bártulos que nadie jamás usó, amó, acarició. Las personas que hablan mucho y no dicen nada, tienen una cabeza y un corazón colmados, pletóricos de nada. No puede haber nada tan incómodo como una mente atestada de pensamientos que ni siquiera lo son, de huecos que ocupan espacio sólo debido a su falta de sustancia. La cabeza de chorlito suena como un cántaro vacío. Hace el ruido de millones de palabras chocando unas contra las otras porque no hay nada dentro, en realidad. Algunos nunca hablan. O muy poco. Lo justo para cumplir con sus deseos, necesidades u obligaciones sociales. El silencio rodea el cuello de ciertos taciturnos como un collar, como una soga. Estas personas calladas pasan por discretas, y muchas veces por perspicaces, incluso inteligentes. Quizás lo sean. Sin embargo, no hay nada que demuestre que son lo que parecen. Inexpresivos y distantes, su silencio puede ser un arma defensiva, u ofensiva. En ocasiones encierra hostilidad, cautela, desprecio, negación... A veces, simplemente, detrás de tanta reserva silenciosa tampoco hay nada. Pero mientras el parlanchín disimula su falta con abundancia de palabras vanas, el circunspecto ni siquiera se molesta en buscarlas para camuflar su vacío. Julio Camba lo expresó bien cuando dijo: «Que un político confíe en su palabra, nada más natural ni más lógico... La palabra es un don divino gracias al cual puede el hombre (sic) ocultar sus pensamientos cuando los tiene, y simularlos cuando no los tiene. ‘Dichosos los animales’, decía Larra, ‘porque ellos, como no hablan, se entienden’. Los hombres en cambio, como hablan, pueden pasarse juntos toda la vida sin llegar nunca a ponerse de acuerdo». Porque también están los que deberían entenderse, pero son incapaces de hacerlo –las parejas mal avenidas, los políticos en el Parlamento...–, y es que hay quien habla mucho, pero mal, haciendo que sobren las palabras cuando precisamente lo único necesario, imprescindible, son las palabras.
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