Restringido

Hacienda no somos todos

La Razón
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Por fin se ha sincerado un alto funcionario del Estado acerca de ese tan socorrido y falaz lema de que «Hacienda somos todos». Pues no, no lo somos. Así lo ha reconocido la abogada del Estado en el «caso Nóos», María Dolores Ripoll, para quien el eslogan tan sólo tiene una finalidad propagandística: a saber, embaucar a los ciudadanos para que agachen la cabeza y paguen mansamente sus tributos. A la postre, si Hacienda somos todos, si lo que los nuevos publicanos nos arrebatan por la fuerza se queda en un fondo común del que todos salimos beneficiados, ¿cómo objetar, cómo protestar, cómo alzar la voz contra la confiscación tributaria? Si Hacienda somos todos, todo queda en casa: cuanto mes a mes me arrebatan a través del IRPF, del IVA, de las cotizaciones sociales, del IBI o de los muy cuantiosos impuestos especiales, todo permanece en mi hacienda particular. Porque Hacienda también es mi hacienda. Un viaje de ida y vuelta. Acaso entonces resulte inexplicable por qué, si es cierto que Hacienda somos todos, sea necesario engañar, adoctrinar, amenazar, sancionar y coaccionar a los ciudadanos para que cumplan con sus obligaciones fiscales; por qué, si tan palmario resulta que todo lo que el Estado me sustrae sigue siendo mío aunque con una forma distinta, la inmensa mayoría de personas continúan mostrándose reacias a pagar impuestos. Es sencillo: no, Hacienda no somos todos. Hacienda son otros, Hacienda son ellos. Hacienda es el Estado: Hacienda son los políticos, los empleados públicos, los burócratas, los lobbies y los cazadores de rentas que viven conectados al presupuesto estatal. Hacienda no somos quienes, en contra de nuestra voluntad y del respeto a nuestras libertades más elementales, nutrimos a la bestia con ingresos. La potestad tributaria no es una cordial interacción entre el Estado y los contribuyentes: al contrario, es la más evidente expresión de la última ratio de todo Estado moderno, esto es, el uso socialmente legitimado de la violencia. Disfrazar de confraternidad lo que es coacción pura (la propia palabra lo indica en toda su crudeza: impuesto) sólo constituye una estratagema propagandística para que las víctimas empaticen con los verdugos: el célebre síndrome de Estocolmo del que son rehenes la mayoría de ciudadanos en sus tratos con el Estado. Por fin, un representante público lo reconoce, por mucho que el resto no haya tardado ni un segundo en afearle la conducta: ¡Chitón! Que no se note que el emperador está desnudo.