José Luis Alvite
Humo con pamela (IV)
Pasaron los días y no volví a saber nada de la señora Chandler. El señor Forrester había saldado su cuenta en el «Empire» y, por lo que supe en recepción, se había marchado porque «encuentra poco interesante permanecer en un país tan pronto se sabe de memoria sus enfermedades y sus vicios» y también porque sabía que «no hay un solo precedente de que detrás del cricket no impongan los ingleses su moneda, su hipocresía y sus dioses». Me senté en el viejo sillón del vestíbulo y leí en su última columna un párrafo que me puso sobre aviso: «Me aterra la idea de quedarme a ver cómo arraigan en Kenia esos deportes ingleses tan balnearios en los que no hay un solo esfuerzo que no produzca tedio en la mirada y grasa en la cintura. A la estación de Nairobi llegó esta mañana un tren sin humo. Ya está aquí la maldita puntualidad y no tardarán en hacer mella la codicia en los hombres y el pudor en las mujeres. Me largo sin un destino conocido, motivado por la esperanza de llegar a cualquier lugar en el que casi nadie sepa de qué raza es su dios, ni de qué color es siquiera su bandera; un sitio en el que el humo del tren se considere aún el ala gris de una elegante pamela azul. Dentro de nada, en Kenia ya sólo serán extranjeros los nativos». ¿Y Dorothy Chandler? Aunque su estancia en el «Empire» no había sido cancelada, nadie en recepción supo explicarme su ausencia. Pedí un ejemplar atrasado del «Examiner» en cuyas páginas aún duraba, como un mosto de papel, el perfume de aquellas manos de mujer. Llegaba desde la calle el bullicio de los chiquillos y el claxon de los coches, el sonido primario y mestizo de una ciudad en la que los lugareños eran felices sin necesidad de tener motivo y los europeos sudaban una mezcla de membrillo, soberbia y orina.
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