Alfonso Ussía

Humor y política

El político dogmático carece de sentido del humor. Considera, en una sociedad tan árida como la nuestra, que la sonrisa es una frivolidad. Rasgo de incultura. En otras naciones, el sentido del humor es sinónimo de cultura y sabiduría. Adolfo Suárez tenía sentido del humor, no excesivamente desarrollado. El de Felipe González era más burdo que el de Alfonso Guerra. Leopoldo Calvo-Sotelo lo custodiaba sutil y culto. Aznar no ha sido llamado por esas nubes que sobrevuelan. Zapatero lo tenía, más receptivo que creador, y Mariano Rajoy, en confianza, es ocurrente y divertido aunque muchos españoles no compartan mi punto de vista. Stalin se reía mucho, pero la carcajada no es prueba de sutileza. Y lo mismo le sucede a su admirador español, Pablo Iglesias. Se mueve inmerso en una urna de seriedad que resulta cómica, pero como todo dogmático formado en el resentimiento, no acepta el talento humorístico. Iglesias es de los que preguntan qué hay para comer, le responden que «paella y para todos los demás» y se ríe.

El Rey Juan Carlos lo tiene más desarrollado que el Rey Felipe. En los años de la Santa Transición recibió en audiencia a un grupo de señoras de la Grandeza que le pidieron la recuperación de los cargos y honores palatinos. Una de ellas, la más precisa, se ofreció sin fisuras: –De hacerlo, Señor, me encantaría contar con su confianza para ser designada Camarera de la Reina–. El Rey, hizo añicos su sueño en unos segundos. –Muchas gracias, pero la verdad es que no necesitamos camareras. En esta casa lo que se necesita es una buena cocinera, porque la Reina es vegetariana y en La Zarzuela se come fatal–. De cuando en cuando, llamaba a algún amigo. –Oye, ¿me convidas a «Lucio»? Llevo tres días comiendo guisantes, zanahorias y lechuga y me zamparía media ternera-. Su bisabuelo, Alfonso XII, dedicaba el tiempo libre a muchos menesteres, algunos de ellos nocherniegos. Y también a pulir el español de su segunda mujer, la prudente y magnífica «Austriaca», María Cristina de Habsburgo. Recibieron los Reyes al Gobierno, con Cánovas a la cabeza. El ministro de Agricultura regaló a la Reina una horrible y magnífica jarra de porcelana. El Rey le cuchicheó algo al oído, y la Reina agradeció el presente: –Muchas gracias, señor ministro, por esta cabronada de regalo–. Al término de la audiencia, Cánovas le dijo al Rey: –Señor, a partir de hoy, yo me encargaré de los estudios de español de la Reina–. Cánovas, hondo sentido del humor y gracia malagueña. Sagasta, seco como un sarmiento en enero de su Rioja natal.

Cuando Sagasta, preciso y directo, acorralaba en el Congreso a Cánovas, éste se defendía contando anécdotas andaluzas. –Señor Presidente del Consejo. Cuando Su Señoría no sabe qué responder, siempre termina contándonos chistes de Málaga–; y Cánovas contraatacaba: –Pues ya sabe lo que tiene que hacer, señor Sagasta. Cuéntenos algún chiste de Logroño, y a ver qué tal–.

Tiene que resultar muy triste vivir tomándose a uno demasiado en serio. Foxá, como todo diplomático, tenía su uniforme, pero no el abrigo de gala. Se lo afeó el ministro Martín-Artajo. –Agustín, tienes que hacerte el abrigo de gala–; –ministro, un abrigo de gala cuesta seis veces más que la puta más cara de Madrid. Sería como tener a esa puta toda la vida colgada de un armario–. Martín-Artajo, que de ese negociado sabía muy poco, se la tuvo que envainar.

Se puede escribir un libro de diez mil páginas del humor, y los diferentes sentidos del humor en la política. No temo a Iglesias ni a Podemos, que ya bajarán. Siento pavor por el dogmatismo estalinista de sus dirigentes. Todos parecen sufrir de una oclusión intestinal. La sonrisa no entra en sus planes. Y de entrar, sería para terminar con ella. He escrito este artículo para intentar dibujarla en el gesto de los lectores.