Cristina López Schlichting

Huxley en Almería

La Razón
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Almería siempre ha sido refugio de hombres distintos y libres. Cuando el Califato de Córdoba cayó en manos de los integristas islámicos del norte de África, los místicos sufíes se refugiaron en Pechina, la entonces capital. En el siglo XII, cuando los almohades tomaron Almería, fueron los voluntarios franceses y la flota genovesa –que ancló precisamente en la bellísima playa de Los Genoveses, del Cabo de Gata– los que acudieron y reconquistaron la zona para Alfonso VII. Nuestro Cabo, en concreto, no se rinde. Tampoco frente a enemigos insospechados y naturales: el mar, los terremotos, la dureza de los filones, el clima extremo. Por eso desarrolló una práctica y originalísima arquitectura y una peculiar cultura del agua con norias, aljibes, cisternas y lavaderos. Se exportó esparto cuando el plástico ni se imaginaba, se plantó extensivamente la chumbera y se arrancó oro a la tierra. Cuando no había para vivir, los valientes almerienses sacaron Cataluña adelante con su trabajo en la inmigración. El sol es fulgurante, sí, pero no es cierto que esterilice. La prueba somos todos nosotros. Los habitantes están transformando este lugar en una referencia del turismo ecológico y el buen gusto y visitantes nos acogemos a la hospitalidad local para ver si se nos pega algo. Cada vez percibimos un vínculo mayor con la naturaleza, una sorpresa más profunda por tanta belleza y una humanidad más sosegada y algo más sabia. Y a todos nos entra un terrible exhibicionismo, unas ganas de gritar al mundo lo que hemos encontrado. Cuando digo todos, me refiero a todos. Juan Goytisolo recorrió estas tierras del brazo de Simone de Beauvoir –la compañera de Sartre–; el poeta José Ángel Valente lo hizo con la fotógrafa suiza Jeanne Chevalier; Antonio Rodríguez Espinoza –profesor krausista y artista del alma– educó aquí a Federico García Lorca, que después nos dejaría en «Bodas de Sangre» el polvo y la luna y los olores del Cabo. Hasta Aldous Huxley, el padre de «Un mundo feliz» confesó a Arturo Medina (miembro del círculo de los Indalianos y marido de la poetisa Celia Viñas) la profunda impresión que le dejó esta tierra de «viento y fuego» y que recoge en el soneto «Almería», cuyos dos últimos tercetos dicen: «Tienes la luz por amante ¡Tierra afortunada!/ ¡Concibe el fruto de su divino deseo!/ Pero polvo seco es todo lo que pare,/ un hijo de arcilla del constante fuego celestial./ Venid pues, oh blanda lluvia y tiernas nubes, abatid/ este amor refulgente que tiene la fuerza del odio./ Demasiado corta la estancia de Huxley , que pasó de visita con motivo de la Exposición Internacional de Barcelona y que no tuvo seguramente tiempo para entender los extraños frutos de este sol extenuante. Un cuarto de siglo después de aquel enamoramiento inicial, una va comprendiendo que el Cabo de Gata no nos conquista tan sólo por su apariencia impresionante, ferozmente hermosa, sino por otros atributos más profundos –silencio, espacio, luz- que nos van transformando en personas más hondas, más transparentes.