Luis Alejandre

Ingenieros militares en Cataluña

Con indiscutible acierto, recogiendo un enorme esfuerzo de un grupo de profesores, ingenieros, arquitectos y militares unidos en torno a la Capitanía General de Barcelona, el Ministerio de Defensa acaba de publicar el tercer tomo que recoge sus trabajos, con el título «El arte abaluartado en Cataluña». Precedieron a esta obra en 2004 el dedicado a la «Academia de Matemáticas de Barcelona» y en 2010 el referido a «La Ilustración en Cataluña; la obra de los Ingenieros Militares». Para los estudiosos: tres joyas.

Estamos hablando de unas 1.800 páginas con textos, mapas, planos y fotografías extraídas de los mejores archivos de España y que dan testimonio claro del ingente trabajo de aquellos ilustrados, no sólo en obras de defensa del Principado ante la permanente amenaza de Francia, sino también en obras civiles como el Canal de Urgell, preludio de las que luego ejecutarían los ingenieros de caminos a partir de comienzos del XIX.

Por supuesto no es fácil condensar en esta tribuna todo el trabajo investigado, acumulado, coordinado y expuesto. No obstante, difícilmente puede comprenderse el hoy de Cataluña, sin profundizar en el tema de su defensa a lo largo de los siglos, defensa hija de su geografía y en consecuencia de su historia, marcada principalmente por dos límites geográficos: los Pirineos al norte, lo que obligaba a proteger sus pasos y el Mediterráneo al este que abría caminos de comercio y expansión hacia Oriente, pero que también obligaba a proteger sus puertos.

No encontrará el lector ninguna obra construida para «sojuzgar al pueblo» como alguien quiere contarlo ahora. Ello no entraña que se hubiesen dado a casi todas las obras de fortificación un «doble uso» como prisión, almacén de material de guerra, depósito de obras de arte o incluso sede de la última reunión de las Cortes de la República, como fue el caso del Castillo de San Fernando de Figueres. Pero los ingenieros y las piedras no tuvieron la culpa.

Tras un centro creado en Madrid por Felipe II, durante el siglo XVII se fueron creando otros centros especialmente en las regiones fronterizas de Italia y de los Países Bajos. Tuvo especial importancia el Colegio de Bruselas creado bajo la dirección de Sebastian Fernández de Medrano, donde se formaron ingenieros que actuaron en Flandes y donde se generó una importante actividad editora de tratados.

De ella nacería el Colegio de Barcelona en 1697 a partir de las constantes amenazas francesas al Principado, a consecuencia de la mal denominada Paz de los Pirineos de 1659. Este Real y Militar Colegio –en su sede se ubica hoy un museo del chocolate– se impartían durante cuatro cursos de matemáticas, delineación, artillería y cartografía. Presentaba dos características peculiares: la de prever la inclusión de cinco estudiantes civiles en cada promoción y la de conceder una importancia especial a la arquitectura civil anexa a las ciencias puramente militares. Clara visión de futuro de sus creadores. Dice el general Boyero en el prólogo del primero de los libros: «Constituía el primer centro que otorgaba titulaciones para técnicos, que ofrecía una formación rigurosa, que permitía una cierta socialización del saber, que tuvo una extraordinaria repercusión en todo tipo de obras en Cataluña, en el resto de España y en nuestra América, y que fue el origen de toda nuestra ingeniería civil».

La situación geográfica de Cataluña hizo que coincidiera la necesidad de crear o modernizar sus fortificaciones, con la existencia en el Principado de un centro de excelencia que formaba a personas competentes. Esta circunstancia –recuerda el ministro Morenés en el prólogo del último de los libros– hizo que muchos ingenieros fueran catalanes, de nacimiento o de adopción, debido a la proximidad de sus guarniciones, y que luego difundieron por toda España y América. No hay «distancias» para un español cuando contempla El Morro, San Juan de Ulúa, San Fernando de Omoa o San Felipe de Barajas en Cartagena de Indias.

Todo este ingente trabajo de recopilación no debe perderse. El esfuerzo de una treintena de investigadores merece un especial respeto y custodia. Tres exposiciones temporales organizadas por el grupo –Montjuïc, San Fernando y Atarazanas– han dado fe de sus esfuerzos. Ahora siguen soñando en llevarlos a América.

Creo sinceramente que Barcelona, que atesora una de las mejores redes de museos de Europa, merece recuperar el Museo Militar de Montjuïc que viscerales decisiones políticas cerraron un día no lejano.

Sin preguntarme angustiado qué fue de aquellos fondos, de aquella mejor colección de armas blancas de todo el mundo, creo necesario que la Ciudad Condal reconstruya su indiscutible pasado militar y comience con la custodia en su seno, del legado de aquellos ingenieros. Mezclar cultura con política da siempre malos dividendos. No vaya a perder Barcelona la oportunidad que le ofrece el impresionante trabajo de un grupo difícilmente superable, sobre la obra de un Real y Militar Colegio que lleva su nombre.