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La Razón
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En el primer encuentro para Mujeres Directivas organizado por LA RAZÓN, una de las ponentes comentó que, en una ocasión, le dijo a su sobrina que, al ser mujer, no podría lograr lo que sus hermanos varones. A mí, que tengo muchos más años que su sobrina, nadie me dijo tal cosa jamás. Pero, de haber osado hacerlo, le hubiese hecho un corte de mangas. Cada mujer debe creer en sí misma por ella y por todo el colectivo femenino. La diferencia principal entre hombres y mujeres se debe a que la mujer aún no se ha liberado de ciertas cadenas psicológicamente hablando: muchas aún dudan entre «quedar bien con ellas o con los demás». A las mujeres se las presiona más que a los hombres porque, en general, muchas aún tragan con las consignas machistas –sigo sin entender por qué la feminidad de una mujer está vinculada al «tetamen» y no a su cerebro–. En las escuelas, a las niñas les enseñaría que, como mujeres, deben dejar de vincular el sentido de su vida al tener pareja y dedicarse a tener un proyecto de vida propio –si, además, quieren tener pareja que lo hagan–. La mujer no debe ser una «damisela» en espera de que un hombre la rescate de sí misma: así, el cambio llegará. He escrito varios libros («La maldición de Eva»; «La reina que dio calabazas», etc.) con el objetivo de animar a la mujer a coger las riendas emocionales de su vida, pensar y decidir qué quiere ser de mayor en todos los sentidos. Al tipo de mujer que tira piedras al tejado colectivo de la mujer la bauticé como «hembrista»: ninguna mujer es menos que otra por ser ama de casa; pues, el ser presidenta, es un cargo no una identidad (este sectarismo debe acabarse). Proyectos como «Inspiring Girls» deben abundar. La mujer que se atreve a ser ella misma crea el liderazgo inspirador que provoca cambios en el mundo. Todas sumamos.