Ángela Vallvey

Islas y espíritus

Un día soleado de antaño, en un viaje escolar a la isla de Cerdeña, no sin dificultad –todo el mundo alborotaba e impedía escuchar bien las explicaciones– oí a un enronquecido profesor hablar de los hombres prehistóricos. Del neolítico europeo. Cuando los seres humanos antiguos recorrían los bosques en pequeños clanes, cazando, invocando a los espíritus, errando a la deriva entre imponentes montañas y árboles gigantescos, viviendo una vida corta, depredadora, libre y salvaje.

Un gran mar interior alcanzaba la lejana Siria y llegaba hasta las costas de España, entonces unida al continente africano. Las islas, las que hoy son islas –Malta, Córcega, Cerdeña, Sicilia, Las Baleares– se separaron del continente dejando atrapados a los humanos que crearon monumentos en la edad neolítica: aldeas, tumbas, templos... Eran europeos de pura cepa. Y ya tenían cierto buen gusto a la hora de construir sus hogares: levantaban cabañas de piedra con la entrada mirando hacia el sur, para protegerse de los gélidos vientos del norte. Construían «nuraghi» que revestían de una arcilla negra y porosa. Prevenían la llegada de intrusos desde sus pequeñas torres, tenían el gusto de tallar estatuillas de bronce con dibujos sencillos y angulares, se rodeaban de pozos sagrados, y es posible que adorasen el agua porque sabían lo que vale. Los vestigios prehistóricos de Cerdeña, según aquel cachazudo profesor que tenía por costumbre soltar «su rollo» ajeno al gallinero de la clase, eran en cierto modo los cimientos de Europa. En las cuevas de Altamira y las de Lascaux está el origen de lo que somos. Aunque eso que somos también se halla esparcido por el resto del continente. Cada país o región posee un trozo, una pieza única de las muchas que conforman el corazón, la identidad europea, que es muy posible que exista, pese a nuestras dudas.