Juan Gabriel

Juan Gabriel

La Razón
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Éramos pobres y el Spanish Harlem rugía a botellazos cuando los pandilleros se hostiaban a la puerta del Ricardo Steak House, los Ferraris de los «dealers» junto al Deli de la seño Mercedes. Salíamos a la calle con chaleco antibalas. Boqueras pero felices, refugiados en apartamentos con ratones, gritábamos a Juan Gabriel de madrugada. ¿Roberto, te acuerdas? ¿Te acuerdas, Peio? ¿Haritz, Diane, Mónica, recordáis el tequila y los mariachis, os acordáis de Chalino Sánchez y sus Nieves de enero, de Juan Cirerol y de los Tigres del Norte, de Camelia la Tejana y de Paloma negra? Murió Juan Gabriel, el divo, el niño de la calle rescatado por la música. Un capítulo radiante de mi vida lo acompaña rumbo al despeñadero. Olviden sus discos pop, azucarado merengue ideal para acompañar la lectura de las novelas de Arlequín. Huyan de sus baladas con orquesta, elefantiásicas como los discos de esos tenores que destrozan tangos junto a una sinfónica. Olviden al Juan Gabriel que hubiera querido hacer duetos con el Elvis Presley terminal, al de las producciones sebosas y las letras cursis, tiesas, al de los gorgoritos y el postureo, al ídolo capaz de entrevistarse a sí mismo en un alarde de ego que ni Capote ciego de farlopa. Ése no es el Juan Gabriel que puede competir con José Alfredo Jiménez, Álvaro Carrillo y Cuco Sánchez a la hora de escribir canciones que te buscan la carótida a trompadas. El Juan Gabriel que estremece, el genio, es el de los discos con el Mariachi Vargas de Tecalitlán y con la Banda el Recodo. El Juan Gabriel que tienen que recuperar, si aman la poética del terremoto y los mezcales, y el México de Orozco, Rivera y Siqueiros, el de Chavela Vargas y Lola Beltrán, Buñuel y Rulfo, es aquel que subido a una mesa canta «La farsante» e «Inocente pobre amigo» en el programa de Verónica Castro: dos interpretaciones salvajes y electrizantes. Tampoco son pálidas las revisiones que hizo de «Te voy a olvidar», «Se me olvidó otra vez», etc. Busquen los vídeos en Youtube. Ahí sí, Juan Gabriel, histriónico pero voraz, mete el puñal hasta las sístoles y deja el plató fregado de vísceras. Un Juan Gabriel huracanado, casi punk y que, sin abandonar nunca su gusto por anonadar al personal, viste voz de quemadura. Un Juan Gabriel que de los pozos de una infancia descalabrada y una juventud apoteósica saca pepitas de oro y cubos de aguarrás, alacranes y pulque, para regarte con versos bomba. Los obituarios hablan de otros juangabrieles, engolados dioses con premios Grammy y discos de oro; incluso en el programa de la Castro asoma el fallido aspirante a baladista deshuesado. Pero mi corazón, mis espuelas José Cuervo, mis recuerdos con lumbre y mi eterna gratitud le pertenecen al diminuto y atómico James Brown charro que en compañía de un mariachi salía al escenario como a la guerra. Un relámpago en los altavoces muy cutres de un zulo en la 110, esquina con la 2 Avenida, bajo el volcán mientras ya clareaba.