Restringido
Juerga y resaca
El semanario «The Economist» indaga en las posibilidades del populismo en EEUU y uno, a ver, piensa en España. «The Economist» habla de Donald Trump y rememora a Pat Buchanan, Pepito Grillo de un Tea Party previo al Tea Party. La wiki, y Paul Gottfried, que acuñó el término, lo tacha de paleoconservador. Una corriente emancipada de los neoconservadores porque reniega de las guerras allende los mares, propone laminar los servicios sociales y abjura de los tratados de libre comercio. Antiguo escritor de discursos, Buchanan fue un brillante urdidor de filípicas en la sombra de Nixon y Reagan. Uno de esos raros áulicos que merecen su sueldo. Le metió verbo a la vitaminosis de la derecha estadounidense y apostó por una sinergia entre empresarios, blancos de sur, católicos de la Costa Este, clase obrera amenazada por el cierre de fábricas, evangélicos y, en general y tal como recuerda «The Economist», aquella mayoría silenciosa que creía asistir al fin de los tiempos. Entre las protestas contra la guerra en Vietnam, el auge del hipismo, la ventolera orientalista y la politización de los campus, los telespectadores temían que la conmoción social diera paso al diluvio.
Como la finura estratégica no garantiza la forja de un héroe, a principios de los noventa Buchanan compitió con George W. Bush. Mordió el barro en cuanto pasó de ideólogo a candidato. En la pieza de «The Economist» el viejo Pat lamenta que había identificado demasiado pronto varias de las cuestiones que propulsan a Trump. Campa la desconfianza hacia los inmigrantes. También resulta obvia la desertización del viejo tejido fabril, la muerte reptante de las grandes factorías, y el hecho de que muchos, entre otros los sindicatos, culpen a la globalización, que es «mu´ mala». Sólo resta añadir la apuesta por el aislacionismo, con un país martirizado por el relámpago de dos grandes guerras, y ya tienen la espumosa receta del rubio Donald. Veinte años antes que él Buchanan ya blandió un discurso explosivo. Una fulguración de tópicos que no eran sino el desquiciamiento populista de las lecturas políticas que había sabido urdir en los setenta. Digamos que al saltar al escenario decapó la sintaxis razonable de su prosa y multiplicó la dosis de viento y milagrería. De ahí su fracaso.
Pero su defenestración será peccata minuta comparada con la galleta que va a meterse Trump si reta a Hillary Clinton. Los populismos entontecen al cuerpo social y ofrecer a cambio espejismos tremendistas de consumo raudo. Mienten como el bolero y aceitan la ofuscación del respetable. Por tiempo limitado. Más o menos hasta que llega la hora del cierre, calla la orquesta y alguien, un camarero o el dueño del garito, enciende las luces. Si el whisky cutre y el insomnio no ofuscaron por completo sus sinapsis neuronales los parroquianos pedirán un taxi. Mucho mejor eso que liarse con los semáforos, o intentar liarse con la novia del segurata, y rematar la juerga en el anatómico forense. Lecciones básicas de supervivencia que conocen bien en EEUU y que más pronto que tarde calarán en España. Incluso en la muy enajenada Cataluña con cuenta opaca en Liechtenstein y cuerpo de baile anticapitalista y olé.
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