Rosetta Forner
La caja de Pandora
Si el virus del Ébola (que debe su nombre al río Ébola, en Zaire, porque los primeros casos se presentaron en Zaire y Sudán en 1976), es de fácil reproducción en laboratorios, muy contagioso y no tiene tratamiento específico ni cura (la mortalidad puede llegar al 90%), como suele suceder con los llamados virus «calientes», ¿por qué no puede ser un arma bacteriológica o algún virus que salió de paseo sin permiso de algún laboratorio? La realidad a veces supera a la ficción. Cuando la caja de Pandora se abre, los humanos podemos echarnos a temblar. Virus de laboratorio o no, el ébola pone de manifiesto que hay muchas cosas que ignoramos. De la Tierra, a pesar de ser nuestro planeta, no lo sabemos todo. Tampoco podemos manipularla a nuestro antojo, aunque seamos una civilización avanzada tecnológicamente hablando. Este virus –que bien podría ser alienígena, o sea, venido del espacio en un asteroide– nos sitúa al mismo nivel de indefensión que nuestros antepasados frente a muchas enfermedades (hoy perfectamente tratables y curables) hace tan sólo unos siglos o incluso menos (la penicilina la descubrió Fleming en 1928). No somos invencibles. Ante los efectos devastadores del virus Ébola cabe reflexionar acerca de por qué somos tan vulnerables a los virus. ¿Cómo es que un organismo tan fantástico como es el cuerpo humano, que viene con sus «defensas» de serie, no es capaz de luchar contra todo tipo de «bichos malos»? ¿O acaso sí lo es respecto de los creados por la naturaleza pero carece de defensas para hacer frente a los «bichos» manipulados en laboratorio? Puede que nuestra verdadera naturaleza sólo sepa de los males de Pandora, pero no de los de Caín. Contamos con un arma altamente eficaz: nuestra mente, la cual no permite sanar o tirar la toalla dependiendo de cómo nos relacionamos con el miedo. Si el amor es medicina divina, el miedo es el virus del diablo. Cuando la medicina falla, sólo nos queda dirigirnos a Dios en busca de un milagro.
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