Política
La calle
«La calle» se ha convertido en una fuente inagotable de información para quienes desean describir la situación de España sin recurrir a una sola estadística oficial. Apelar a «la calle» sirve, por ejemplo, para desmentir que el empleo esté aumentando, que el 75% de los puestos de trabajo sean indefinidos, que el 50% de los españoles sean propietarios y hayan pagado la totalidad de sus viviendas, que los recortes del gasto público hayan sido extremadamente moderados, que el número de desahucios haya sido en 2015 el menor de la crisis o que un tercio de las familias no pasen hambre. También sirve, por el contrario, para certificar más allá de toda duda razonable que los ayuntamientos del cambio han puesto punto final a la situación de emergencia social que se vivía en muchas ciudades de España, que los servicios públicos en las comunidades del cambio han experimentado una mejoría notable en apenas nueve meses o que la mayoría social avala el diagnóstico y las propuestas económicas de cierta formación morada. «La calle» es un recipiente de evidencias lo suficientemente amplio como para acreditar cualesquiera de nuestras ideas preconcebidas: una vez construido un relato político basado en nuestra cosmovisión ideológica y reforzado por la propaganda política a cuyo bombardeo gustosamente nos hemos sometido, tan sólo necesitamos seleccionar de manera sesgada aquellas experiencias personales que encajen dentro de ese relato para reputarlo archidemostrado frente a cualquier dato estadístico capaz de refutarlo. Recurrir a «la calle» constituye un mecanismo de protección frente a la realidad simple: casi cualquier situación que queramos considerar generalizada al conjunto de los españoles puede ser inferida a partir de cualquier muestra que seleccionemos ad hoc. Por ejemplo, aun cuando en España sólo hubiera 200.000 pobres (0,5% de la población), no nos resultaría nada difícil buscar y encontrar varias decenas de ellos en nuestra experiencia diaria: un conjunto lo bastante grande como para convencernos de que en el resto del país probablemente sean decenas de millones. Si queremos autoengañarnos, podemos. «La calle», pues, es una oda a la ceguera ideológica voluntaria: la servil negativa a contrastar mínimamente las mentiras con las que nos hemos empapuzado para así promover con mayor eficacia los intereses electorales de una formación política. Frente al debate racional, la emoción teledirigida; frente a la evidencia empírica, la calle caricaturizada. Quien se sabe poseedor de la verdad no puede permitirse dudar. Las fisuras en la fe obstaculizan la necesaria evangelización.
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