Restringido
La cosecha
Mientras anochece sobre el mar, mi pensamiento vuela a las Tierras Altas de la Alcarama, donde estarán en plena siega. Con estos calores clascará la mies. Vuelvo a aquellos veranos azules de la infancia y de la juventud cuando aún no habían llegado las máquinas y salían los segadores al amanecer con las hoces a la espalda. Me veo en lo alto del orillo con un sombrero de paja, confiando en que en un hoyo del suelo recién segado aparecerá en cualquier momento un nido de codorniz con seis huevos. Los segadores, con la zoqueta en la mano izquierda y la hoz en la derecha, siegan a tajo parejo. Nadie de la cuadrilla puede retrasarse. Siegan encorvados, cubiertos con la boina, y el sudor baña su rostro tostado y ennegrecido. Van dejando las manadas en el rastrojo. Alguno va cantando. Les sigue el atador, que arma con ellas los fajos, ceñidos con vencejos humedecidos de bálago, bien apretados con el garrotillo. Después los fajos se amontonarán en fascales y a la sombra de un fascal, si es que no hay un espino a mano en el ribazo, reposará la bota y el botijo, o el cántaro de agua y el garrafón de vino si la peonada es larga. Habrá que echar el día en la pieza. La recogida de la cosecha es de sol a sol. En la siega se consumen las reservas de la despensa dispuestas para el año. En la recolección colabora toda la familia, hombres y mujeres, niños y viejos, cada uno en el papel que le corresponde, según el orden establecido durante generaciones.
Desde que llegaron las máquinas y fueron muriéndose los pueblos, el rito de la cosecha ha desaparecido. Y a nadie le importa que esté acabándose la milenaria cultura rural ni que se mueran los pueblos. Habrá que recoger al menos los despojos bajo las ruinas, entre ellos las hermosas palabras del campo antes de que se pierdan en el olvido. Me queda hoy dentro, en este ruidoso destierro marino, el monótono chirrido de las chicharras que acompañaban la vuelta a casa y que se mezcla esta noche con el rumor del mar.
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