Alfonso Ussía

La Duquesa

La conocí de niño. Su primer marido, Luis Martínez de Irujo, Luis Sotomayor, era íntimo amigo de mis padres. Sus hijos, Carlos y Alfonso, amigos cabales desde antes de que nos crecieran los pelitos de las piernas. En su mediana juventud, Cayetana fue una mujer atractivísima. Siempre le falló la voz. Guardo cartas de ella admirablemente escritas, con la letra clara, la redacción perfecta y la intención conseguida. En Navidad organizaba una gran fiesta de niños, y todos teníamos un regalo. Luis Sotomayor fue un duque de Alba excepcional. Culto, sensible, impulsor de la Fundación y trabajador compulsivo. Administrar el inmenso patrimonio histórico, artístico, cultural y rústico de la Casa requería una dedicación constante. Una tarde se quejaba de las bombillas. Sólo entre Liria, Dueñas y «Arbaitz-Enea» se fundían más bombillas que en el barrio de Salamanca. A Luis le encantaba el mar, su mar, la mar de los vascos. Navegaba mucho con mi padre en el «Norte V», un precioso balandro al que eran asiduos Carlos y Alfonso, sus hijos mayores. Y competía en las regatas de la clase «Star» con su «Thalassa», con escasos triunfos, escrito sea en honor a la verdad. Cayetana asistía en una barrera a todas las corridas de la Semana Grande en «El Chofre», y como interpretaba la tauromaquia como arte en movimiento, era «ordoñista» y «currista», lo más digno que se podía ser. Y le encantaba «Arbaitz-Enea», la casa de San Sebastián que no venía de sus raíces, sino del legado Sotomayor de Luis. No dejó de habitar «Arbaitz-Enea» ningún verano, y jamás le faltó –ni en los peores momentos– el respeto de los donostiarras.

Cuando murió Luis, Cayetana entristeció. Tardó en reponerse y conoció a Jesús Aguirre, que era la antítesis de su primer marido. Jesús, que también era cultísimo, destacaba por su ironía y verbal desvergüenza. Fue jesuita, y Don Juan, después de una comida en Liria, comentaba que al coger el pan del platillo, lo hacía de tal manera que parecía que iba a alzarlo posteriormente para consagrarlo en la elevación. Tenía un sentido del amor cáustico. Almorzábamos en «Jockey» un día de invierno. -¿Qué tal está Cayetana?-, le pregunté; -pues sinceramente, últimamente está torcida y algo enfadada, y le he dicho que si no cambia, se tendrá que ir de casa-. Su desaparición también le dolió a una duquesa que se había transformado en otra Cayetana en pocos años.

Y vino lo de Alfonso Díez Carabantes, que al principio, no ofreció buen aroma y levantó una cierta inquietud en sus hijos. Escribí sobre ello, y me envió una carta larga y detenida. Me recordaba nuestra vieja amistad, la amistad con sus hijos, la de Luis con mis padres. Me adelantaba que Alfonso era un señor, «un hombre ideal», y que a sus años, era la única ilusión que tenía. «Por favor, que sean otros los que dudan. Pero tú, que siempre has estado con nosotros, respétame. No me equivoco». Y tenía razón, por cuanto nadie puede poner en duda la impecable actitud de su último marido, con el que se casó en Dueñas, y con el que bailó descalza cuando su equilibrio físico era ya una despedida.

Creo que Liria le abrumaba. Ella era Sevilla y San Sebastián. Más de casa grande que de palacio. Artista. Se habla mucho del deseo de Picasso de pintarla desnuda y de la prohibición de su marido a posar ante el genio. Eran otros tiempos. Entendía de pintura, de literatura, de arte, de flamenco, de toros y de la vida. La vi por última vez cuando acudió a «La Razón» para acompañar a Curro Romero a recibir un premio. Aquella tarde, Curro se dejó los papeles en el hotel, improvisó su discurso y estuvo sencillamente genial. Me lo dijo al final: «Has conseguido que Curro se convierta en un orador brillante».

Semanas atrás se instaló en Sevilla y se sintió mal. Cuando despertó en el hospital pidió a su marido y su hijo una muerte tranquila y serena en Dueñas, en su casa. Nació en Madrid y se fue en Sevilla, su ciudad del alma. La mitad de su cuerpo, ya ceniza, descansará junto a su Cristo de los Gitanos. La otra mitad, en Loeches, ese panteón familiar que no le gustaba nada y en el que reposan sus amores. Su padre, Luis y Jesús.

Fue espectacular y diferente. Nada derrochadora y estricta con su familia en cuestiones de dinero y generosa con todos los que le pidieron ayuda. Nadie puede discutirle su personalidad arrolladora, valiente y distinta. Descanse en paz la sevillana que lo tuvo todo menos la suerte de nacer en Sevilla.