Economía

La encrucijada

La Razón
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El pensamiento económico suele acudir al rescate de los intereses del establishment. De esta forma, surgió la economía clásica de Adam Smith y David Ricardo, alineándose con los intereses de una burguesía emergente y liquidadora del Antiguo Régimen.

De la misma manera, después de un largo siglo de dominio de las tesis del laissez faire, apareció la Economía del Bienestar y el profesor Arthur Pigou demostró que quitar una libra a un millonario para dársela a un pobre de solemnidad, mejoraba la felicidad global.

Con este argumento, la doctrina económica justificó lo que estaba prohibido: la intervención del Estado. La redistribución del ingreso permite aumentar el bienestar colectivo. La teoría que vino como anillo al dedo a los países de Europa Occidental, que temían que los países comunistas extendiesen sus tesis por todo el continente: en occidente había libertad y derechos sociales.

Sin embargo, cayó el telón de acero y, de pronto, empezaron a cuestionarse los cimientos sobre los que se había construido el Estado del Bienestar. Las tesis neoliberales y el integrismo de los mercados sin intervención alguna del Estado prosperaron sobre los hombros de liderazgos como el de la Sra. Thatcher y, en nuestros días, siguen siendo hegemónicas.

Quizá esa sea la razón por la que la incorporación de los derechos sociales y económicos en la construcción europea se ha ido aplazando.

Así, la carta de Derechos Fundamentales fue proclamada en el Consejo Europeo de Niza en el año 2000, pero no tuvo plena eficacia jurídica vinculante para los estados hasta nueve años después, con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa.

La Carta incorpora la protección de la salud, los derechos a la Seguridad Social y a la protección del medioambiente respectivamente, a la negociación colectiva o algunos derechos de igualdad como los referidos a las personas con discapacidad. La fallida Constitución Europea dio al traste con la definición de la Unión Europea, como la Europa Social.

Esa es la historia del viejo continente, la de dos almas que emergen alternativamente y la de la lucha entre la integración social y política y la segregación que suponen los nacionalismos.

Se han reavivado nuevas amenazas, como los populismos que han prendido como la yesca en todos los territorios y los viejos nacionalismos que se han alimentado con el esperpento del independentismo catalán.

Quizá se han dado cuenta los líderes y esa sea la razón por la que el pasado viernes los jefes de Estado y de Gobierno han aprobado una veintena de nuevos derechos para 500 millones de europeos. La declaración de Gotemburgo incluye desde «el derecho a una educación de calidad para todos», la igualdad de oportunidades, la inclusión social y un salario justo que permita condiciones de vida decentes. Sin duda, ese es el camino para embridar una sociedad desbocada por la frustración de la crisis económica y las bajas pasiones nacionalistas. La democracia cristiana y la socialdemocracia pactaron en la segunda mitad del siglo XX y, entonces, ser europeo se convirtió en un objetivo para medio mundo. Un ideal de prosperidad, paz, libertad e igualdad.

La derecha moderada y la socialdemocracia deberían reeditar un gran pacto por el futuro de un continente que, representando solamente el 7% de la población mundial, dispone del 25 % de la riqueza global. Eso ha sido posible gracias a que su gasto social es el 50% del total del planeta.

El reto está en desarrollar el libre mercado en el siglo XXI de la mano de nuevos derechos sociales, acabar definitivamente con las fronteras y abrirlas inteligentemente al mundo. No caben las tesis de nacionalistas y las de los populistas de izquierda y derecha.