Martín Prieto
La entereza de Madrid
Ante un viaje oficial de Adolfo Suárez a París, el protocolo francés apercibió a Moncloa de que al estirado y aristocratizante Valery Giscard D’Estaigne no se le podía achuchar según los usos y maneras del presidente español. En la escalinata del Elíseo, Suárez le atrapó la mano, le pasó otra por la espalda, lo atrajo hacia sí y le sobó a satisfacción. En el almuerzo de gala, rechazó el exquisito menú indicando que solo tomaría una tortilla de dos huevos poco hecha. Cuando Giscard hizo la alabanza de los vinos que se iban a servir, Suárez pidió leche, y siguió bebiendo leche hasta en los brindis. Fue una forma muy personal de expresar nuestra rabia e impotencia ante la ceguera francesa sobre el terrorismo de los años de plomo que nos mordía por días, meses y años. Del ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, es la entendible «boutade» de que detendría a Giscard si pisaba España, y Gastón Deferre, alcalde de Marsella y referente del socialismo galo, estimaba que los etarras eran activistas políticos merecedores de asilo. Con novecientos asesinatos terroristas nuestra sociedad se hizo experta y endurecida en lo que ahora llora Europa. Estuvimos muchos años solos sin minutos de silencio ni libros de firmas en nuestras embajadas y eso nos sirvió para manejar tan estoicamente el 11-M, cima terrorista en el continente: casi doscientos muertos y cerca de dos mil heridos en una desapacible mañana de marzo. Los pacientes menos graves de los hospitales se vistieron y se fueron a casa para dejar camas libres, se saturó la donación de sangre, taxistas y particulares traían y llevaban heridos o parientes, el personal sanitario en libranza se presentó en los hospitales, forenses de todo el país llegaron a la capital, y Álvarez del Manzano bajó al mínimo la temperatura de IFEMA para albergar los cadáveres. Madrid no se colapsó, mantuvo su actividad y no se vio un solo soldado en las calles dolientes. Algún día se inaugurará en Bruselas un monolito, una placa, en honor de las víctimas españolas del terrorismo de toda laya por haber sido quienes más lo hemos sufrido y con tan ejemplar entereza. Con toda la empatía por delante, cabe una dulce objeción a los gobernantes belgas: han incubado el huevo de la serpiente, han mirado el terrorismo como cosa de otros y han cobijado y asilado a asesinos atroces. Hasta ayer pedir una extradición a Bélgica era como poner una pica en Flandes.
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