Gobierno de España
La hora del resentimiento
España es lo de menos. Lo que pretende Pedro Sánchez con su empecinado «no» es que Rajoy muerda el polvo, como lo mordió él amargamente hace unos meses. Lo dejó claro cuando salió de su breve encuentro, claramente prescindible, con el candidato popular en el Congreso: «Estamos a las puertas de la derrota política de Rajoy». Lo suyo es, pues, algo más que tozudez, terquedad, obstinación, testarudez, contumacia, cabezonería y cerrilismo. Es, sobre todo, resentimiento y afán de venganza. Si él no se abstuvo aquel día y me dejó gobernar a mí, ¿por qué voy a dejarle yo ahora? Sánchez soñó que tenía La Moncloa al alcance de la mano y nunca ha perdonado ni a Iglesias ni a Rajoy su rechazo.
Aún no se ha resignado a no ser presidente del Gobierno. Es un político quemado, que se ha convertido en el antagonista de la investidura y, paradójicamente, en el principal objetivo de la crítica tanto dentro de España como fuera. Sus críticas hoy a Rajoy se vuelven contra él, porque no ofrece nada. Ya no hay quien le quite de sus hombros, a él y a su partido, la pesada carga del irresponsable bloqueo político.
Sabe que su liderazgo dentro del PSOE está seriamente cuestionado. Encabeza un equipo dirigente mediocre –el más flojo de toda la historia centenaria del partido– y sin futuro. En este trance ha desoído el consejo de los experimentados socialistas históricos y de la mayoría de sus votantes, que prefieren la abstención a unas nuevas elecciones. Y ha procurado no escuchar el rumor callado de navajas de los representantes regionales. Sánchez, con su empecinamiento, no tiene nada que perder. Así gana tiempo. Se trata de estirar la cuerda lo máximo posible. Y si se rompe, mejor. Unos meses más en el despacho de Ferraz, y a ver qué pasa. Mientras la situación siga bloqueada, no hay quien le mande a casa. Ésta es la impresión dominante. Los resentimientos y los intereses particulares prevalecen sobre el interés general, aunque se disfracen de grandes palabras de justicia y honradez. Si estuviéramos ante un líder socialista fuerte, con sentido de Estado y con grandeza moral, hace tiempo que habríamos salido del embrollo. En realidad, no habría esperado a la segunda derrota para recoger los papeles.
El dirigente socialista, y en esto coincide con los dirigentes de los demás partidos, está seguro de que los 85 diputados de su grupo van a votar «no» esta tarde, siguiendo sus instrucciones. Todo el mundo da por hecho que en todas las formaciones va a prevalecer la disciplina de voto sobre lo establecido en el artículo 67.2 de la Constitución: «Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo». Seguro que en todos los grupos, y, desde luego, en el socialista, hay diputados que preferirían votar hoy en un sentido distinto al ordenado. En momentos como éste se ve con meridiana claridad la deficiencia, rayana en la corrupción, de la democracia parlamentaria en España. (Obsérvese cómo votan, por ejemplo, conservadores y laboristas en el Parlamento británico, aunque se trate nada menos que de la votación del Brexit). Aquí los representantes del pueblo son en realidad representantes de los aparatos de los partidos. Por eso nadie espera sorpresas esta tarde. ¿Recuerdan? Todo está atado y bien atado. Aunque sea con los votos del resentimiento.
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