José María Marco

La Iglesia y la libertad

La Iglesia y la libertad
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Por primera vez en siglos la Iglesia católica romana ha amanecido con la sede de San Pedro vacante y con un Pontífice retirado. Para describir la nueva situación, falla incluso el lenguaje: resulta algo forzado intentar asegurar que todo sigue igual. La Iglesia es para mucha gente, no sólo para los católicos, un punto de referencia estable. La retirada de Benedicto XVI abre sin remedio un período de incertidumbre. Esto no se refiere sólo a la necesidad de elegir un nuevo Santo Padre, ni tampoco al hecho de que el nuevo Papa tendrá cerca a su predecesor. (La hipótesis de un Benedicto XVI retirándose derrotado por los males de la Iglesia revela tan sólo la inopia en la que viven muchos de nuestros contemporáneos.) La novedad radical de todo el asunto es la retirada misma. Con este gesto, la libertad del ser humano se ha hecho presente con una intensidad extraordinaria. Los creyentes veremos en esto un signo: un modelo, como se ha dicho, pero –como también se ha dicho– una advertencia.

Efectivamente, la retirada de Benedicto XVI sitúa a la Iglesia ante lo que él mismo había analizado en sus estudios: la modernidad nos pone en la tesitura de tener que decidir de forma autónoma, por nuestra cuenta, aspectos de nuestra vida que antes nos venían dados. Esto no es contrario a la palabra de Dios. Al contrario, la manifiesta con una nueva plenitud, aunque extrae de ella consecuencias también nuevas. Del gesto del Papa, tendremos que aprender la humildad, la clara conciencia de lo que es importante, la opción por el Espíritu, tan absorbente como los quehaceres mundanos o políticos en los que a veces nos extraviamos. También habremos de aprender la exigencia. Benedicto XVI ha dejado claro que ya nada puede darse por hecho y por seguro. Todo ha cobrado un sentido profundo, personal, y responde a un llamamiento que la Iglesia debe contribuir a aclarar. Estamos en tiempos de profunda tribulación, un tiempo en el que la dimensión trágica de la vida aparece con más relieve que en otras épocas. Benedicto XVI ha dejado claro que la Iglesia no es ajena a esta dimensión. Ahora bien, la Iglesia tiene el deber de seguir siendo la roca viva en la que sustentar el sentido de la existencia de centenares de millones de personas. Para ello, habrá de estar a la altura del reto que se le ha planteado. No va a ser fácil, pero si se hace bien, la cosecha puede ser asombrosa.