Ángela Vallvey

La igualdad

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La Rochefoucauld aseguraba que hay diversas razones para despreciar a la vida, pero ninguna que sirva para despreciar a la muerte. Las últimas palabras de André Gide fueron: «Dejadme morir, no tengo miedo», y las últimas de Hugo Chávez, según parece, han sido: «No me dejéis morir». Pero de nada le sirvió al súper-poderoso dar esa última orden, pues nadie fue capaz de cumplirla. Porque la batalla contra la muerte no la puede ganar ningún ser vivo. La muerte «sí» es una «tirana democrática» de verdad, no atiende a súplicas ni ofrendas. No hace excepciones ni distingos. No le gustan los enchufes ni las recomendaciones. Está realmente ciega, como se supone que debería estarlo la Justicia. Vrillote, un tipo que procedía de Langres y que fue guillotinado durante la Revolución francesa, llevaba una rosa entre los dientes que cayó en la cesta junto con su cabeza. Hugo Chávez, autoproclamado revolucionario bolivariano, llevaba una hoz y un martillo que no sabemos si habrán caído en saco roto. Porque lo malo de los caudillos es que se llevan consigo su jefatura. El estalinismo acabó con la desaparición de Stalin, el franquismo con la de Franco... Los ismos se extinguen a la par que sus creadores. Somos mortales pretenciosos queriendo perdurar en un universo donde nada importa, donde todo perece. A Hugo Chávez lo han embalsamado para negarle inútilmente a la muerte lo que es suyo. Ya nadie le va a ordenar que cierre la boca. El amo del petróleo venezolano era humano y no sabemos si tuvo tiempo de pensar que, al final del camino, todos terminamos callando para siempre, porque la vida no es tanto un pronunciamiento subversivo como un viaje cuyo destino natural es el lugar donde él está ahora mismo, ese sitio que nos hace a todos iguales.