Alfonso Ussía
La inexistencia
Se dice, y con razón, que quien no sale en la televisión no existe. Es mi caso. Algunos políticos han entendido la fórmula de la constancia televisiva. Iglesias y Revilla, por ejemplo, están donde están gracias a sus constantes apariciones en la pequeña pantalla. No es importante ser coherente, ni educado, ni inteligente. Sobra con la mera exposición del rostro –en todos los sentidos–, para alcanzar una gran popularidad. Cuando un grupo de amigos hicimos en Tele-5, un programa creado por Valerio Lazarov, «Este País Necesita un Repaso» pude entender la fuerza imparable de la televisión. En uno de aquellos programas, un Antonio Mingote febril y desanimado, no abrió la boca. No dijo absolutamente nada. De cuando en cuando las cámaras se ocupaban de él, con su estética noble y magnífica. Paseábamos por El Retiro unos días más tarde y una señora, al reconocerlo, se acercó: –Don Antonio, estuvo usted maravilloso en el último programa–. Porque la televisión es imagen ante todo, y Mingote llenaba la pequeña pantalla.
Nada existe si no aparece en la televisión. Me ciño a los deportes. Por muy esperado que sea un acontecimiento deportivo, es la televisión la que lo realza, mantiene a decenas de millones de espectadores pendientes de su desarrollo, y al final, se sabe quién ha ganado y quiénes han perdido. Pero hay modalidades deportivas, anunciadas con entusiasmo durante semanas, que no gozan de la ayuda de la televisión, y que, cumplido su propósito, nadie sabe cómo ha transcurrido el campeonato y quién ha sido el vencedor, el segundo clasificado y el ganador de la medalla de bronce.
Por ejemplo, la carrera con tacones de la semana del «Orgullo Gay». Se ha anunciado en los periódicos y en los informativos de algunas cadenas de televisión, pero no ha disfrutado del interés de las cámaras en directo. Se trata de una carrera con singulares emociones. Los competidores, varones en su mayoría, se ajustan a sus pies preciosos pares de zapatos femeninos con altos tacones. Es un deporte de riesgo. El juez de salida baja la bandera, y los afanosos participantes recorren una distancia considerable en pos del triunfo final. Son muchísimos los atletas que buscan la gloria en esta encomiable especialidad deportiva. Al final, con los músculos de las piernas a punto del estallido fibrilar, los atletas superan la línea de meta entre los vítores de los espectadores. Todo muy bien. Pero ¿quién ha ganado este año? ¿Sabemos el nombre y apellido del esforzado atleta? ¿Por qué conocemos y asumimos que en Wimbledon Nadal ha sido derrotado, que el «Tour» de Francia principió el pasado sábado, que Sergio Ramos quiere ganar diez millones de euros limpios y que Messi no juega tan bien en su selección como en el «Barça»? Porque salen en la tele las noticias al respecto. Si será importante la televisión que los espectadores a los que nos importa un bledo el porvenir futbolístico de un chico que se apellida Deloufeu, tenemos una cierta idea que se aproxima al futuro de Deloufeu. El secreto está en la televisión. Sin ella, la nada nos rodea y nos convertimos en aire. En mi caso, que nada me aburre más que acudir a un estudio de televisión, la nada ha sido consecuencia de mi suicidio mediático, como ahora se dice.
Considero que la televisión es un mediador formidable para llevar a las casas de todo el mundo los grandes acontecimientos deportivos, las noticias más importantes del día, los eventos culturales y las magnas y espectaculares reuniones de muchedumbres. Pero no trata igual a todos. A estas alturas de la semana que se inicia, seguimos sin saber –y escribo en plural porque mis vecinos también lo ignoran–, quién ha sido el ganador de la carrera con tacones correspondiente a la Semana del Orgullo Gay de Madrid. A ver si el año que viene somos más sensibles.
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