Luis Suárez

La nueva Cataluña

La Razón
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Nos acercamos a ese 27 de setiembre, que es posible quede marcado por una no prevista novedad histórica: declaración de que Cataluña es un Estado independiente. Los historiadores estamos acostumbrados a comprobar que los plebiscitos los ganan aquellos que los organizan. Y así se comprueba incluso cuando la respuesta es negativa; sabemos bien que en ese caso tal era el objetivo del organizador. Grecia es una especie de ejemplo; Tsipras ha hecho del «no» una simple plataforma de poder para obligar a los ricos de Europa a desembolsar una buena suma de euros que le permitan sobrevivir políticamente. A estas alturas es muy difícil vislumbrar cuál es el verdadero objetivo del señor Mas, aunque ciertamente se expone a quedar cautivo en manos de aquellos que proporcionan la necesaria plataforma.

Cataluña nunca fue independiente. Ni siquiera pretendió ser reconocida como un reino. Se quedó objetivamente en principado porque de esta condición extraía grandes ventajas. Nació como una consecuencia de la «pérdida de España», título preciso que un anónimo cronista mozárabe escogió para designar la catástrofe del 711. Pero los musulmanes no estaban en condiciones de instalarse en toda la Península; el clima en una tercera parte de ella hacía imposible el establecimiento de las formas agrícolas superiores que ellos practicaban. Y entonces Francia, partiendo de su victoria de Poitiers («europea», según nuestro cronista), estimuló el proceso de resistencia para que se consolidasen núcleos al otro lado de la barrera de altas montañas. Aun llamándose reinos en algunos casos, todos aceptaron la sumisión a Carlomagno.

Nacieron así los feudos a los que se consideraba Marca (es decir, barrera de defensa) Hispánica porque era restauración de Spanya para decirlo como entonces hacían los occitanos. En la segunda mitad del siglo IX uno de estos señores feudales, Wifré íl Pilos, tuvo la ambición de someter a todos los demás, obedeciendo las ordenes de su señor Carlos IV, rey de Francia y de este modo pudo avanzar sus líneas hasta Barcelona y nació Cataluña. Un señorío francés y nada más. Ésta es la causa de que en el norte de Cataluña perviviera la servidumbre hasta el día genial en que Isabel la Católica explicó a su marido la fórmula: hacer de los payeses propietarios libres e indemnizar a los antiguos dueños de la tierra.

Aunque Ramón Berenguer III (por cierto esposo de una de las hijas del Cid) duró todavía en mantener el condado de Barcelona dentro del antiguo reino de Provenca, la cuestión se saldó con una separación definitiva. Y en 1134 su hijo Ramón Berenguer IV casó con la heredera de Aragón, Petronila, y así se convirtió en rey. Desde entonces la unión entre Cataluña y Aragón, extendida en el siglo XIII a Baleares y Valencia se consideró indestructible. Se formó incluso una forma peculiar de Estado, la Union de Reinos, disponiendo de una ley que podríamos llamar Constitucional promulgada por Pedro IV, a quien llamamos el Ceremonioso. A dicha Unión se llamaba Coronal del Casal d’Aragó; no equivocamos al simplificarlo como Corona de Aragón. Todos los reinos eran iguales, pero el propio Pedro IV no tuvo duda al escribir, en Barcelona, que «Cataluña es la mejor tierra de España». Durante años yo, que no soy catalán, he pensado lo mismo.

Esta unidad nunca se rompió. Cuando a la muerte de Martín, en el siglo XV, se produjo un vacío en la Monarquía, los consellers de Cataluña afirmaron ante los otros reinos que no importaba tanto el nombre del candidato como la conservación de la unión. A ella se debía que los barcos de la bandera roja y amarilla se hiciesen dueños del Tirreno. Y así fue. Hubo un disgusto posterior al producirse la muerte del Príncipe de Viana. Los catalanes rechazaron a Juan II y entonces propusieron al rey de Castilla, Enrique IV, que se hiciera cargo de la corona. Enrique era una calamidad y no se atrevió a aceptar su oferta. Y hubo una guerra entre partidos que causó daños. Luego Fernando e Isabel, cuyo contrato matrimonial se había firmado en Cervera, arreglaron las cosas: incorporaron a su Corte a aquellos bigaires que más combatieran a su padre. Y cuando había problemas, los conselleres acudían sobre todo a la reina en la que confiaban. Un entusiasmo que culminó en la época de Carlos V cuando éste se cubrió de gloria en Túnez.

Así pues lo que la Diada conmemora es otra cosa de lo que ahora nos dicen. En 1710 se enfrentaban dos modelos de Estado, el unificador que defendía Felipe V, modelo de Francia, y el respetuoso con los Usatges de cada reino que preconizaba Carlos de Habsburgo, a punto de convertirse en emperador. Casanova no estaba luchando contra España, sino a favor de ella, tratando de evitar el absolutismo. Como en toda guerra civil hubo vencedores y vencidos. Pero Cataluña no lo fue: las compensaciones que se le dieron en América y en la industria textil hicieron que de nuevo volviera a ser el más notable pedazo de España.

Todo esto es lo que el señor Mas nos invita a destruir. No cabe duda de que con ello causará un daño a los demás españoles. Pero también, y acaso mayor, a la propia Cataluña que perderá el predominio económico que, ajustándose a los altibajos de la Península, ha venido ejerciendo sobre ella. Para muchos de los no catalanes el castigo es muy serio: se nos prohibirá amar a Cataluña tanto como la hemos querido. Yo siento el orgullo de ser académico correspondiente de las Buenas Letras de Barcelona. Y allí estaban algunos de mis mejores amigos. La independencia es siempre un retorno al punto 0. En este caso a Wifredo «el velloso» por su abundante cabellera.

Ahora, ¿qué se propone el señor Mas?, ¿extender su dominio a Baleares, Valencia y acaso Aragón? Pero esto significaría en todos estos casos una conversión de la independencia en dominio. Algunos de los proyectos que en esta línea se dibujan nos permiten insistir en este argumento.