Luis Suárez
La nueva planta
Estamos conmemorando el término de la Guerra de Sucesión en 1714. Pero por razones puramente políticas hacemos una interpretación incorrecta de tal suceso presentando el Decreto de Nueva Planta, promulgado por Felipe V, como si fuera un castigo cuando era exactamente lo contrario. Tenemos que remontarnos mucho en el tiempo para entenderlo. Cataluña comenzó a existir reinando Carlomagno, al arrancar de manos musulmanas aquel trozo del reino godo que recibió el nombre preciso de Marca Hispánica. Fue organizado como un señorío feudal que, al incrementar sus límites, pudo pasar de Marca a Principado, calificativo que aún emplea en ocasiones. Al deshacerse el Imperio carlovingio, Cataluña se asoció a Aragón colaborando con él en la reconquista de Valencia, Baleares y más tarde Sicilia y Cerdeña. Unión de reinos que en 1340 recibiría la primera Constitución de manos de Pedro IV que, en su Crónica, hizo insertar estas significativas palabras, «la mejor tierra de España».
Un dominio feudal se asentaba sobre la servidumbre. Mientras ésta se disolvía en los otros reinos hispanos, Cataluña la conservaba, llamándola remensa porque afectaba a la tierra más que al hombre. Un problema que ya en el siglo XIV la reina María de Luna quiso resolver pero no pudo: los campesinos necesitaban de la tierra para vivir y no podían cambiarla por la libertad como los propietarios querían. Cuando en 1410 se produjo una vacante en el trono, resuelta en Caspe por el Compromis, fueron los procuradores catalanes los que afirmaron: cualquiera que sea el candidato escogido lo importante es mantener la unidad de la Corona, pues sin ella no sería posible sobrevivir.
El feudalismo tardío provocó, sin embargo una división social muy grave: los dueños de la tierra y de las rentas, nobles y patricios, querían que se conservasen la viejas costumbres que sometían al campesinado; los artesanos, comerciantes y labradores pedían al rey una modificación. La crisis económica o gran depresión hizo que ambos partidos se enfrentasen. Los primeros formaban la Biga y los segundos la Busca. Y así estalló una guerra civil que los bigaires, que habían comenzando solicitando el auxilio castellano, perdieron. Quedaba detrás la ruina. Los Reyes Católicos supieron resolver el problema. Atrajeron a su servicio a los más relevantes bigaires y reconocieron a Cataluña ciertos monopolios mercantiles que permitieron la recuperación de la economía. Y resolvieron el problema remensa tirando por la calle de en medio. Los campesinos serían libres y a la vez dueños de la tierra pagando a sus amos una indemnización. Ningún descontento. Carlos V será acogido en Barcelona con aclamaciones. Pero de nuevo en el siglo XVII la crisis vuelve a surgir. Una depresión que coincide con los gastos de la guerra con Francia. Y de nuevo un sector social importante, aunque sin contar tampoco con mayoría, recurre a las armas en defensa de las viejas costumbres. Pronto se arrepintieron los rebeldes; la ayuda que habían solicitado de Francia se estaba convirtiendo en sumisión. Y al final las tropas españolas tuvieron que liberar a Cataluña. Pero esta vez se habían perdido, definitivamente, Rosellón y Cerdeña, que Francia tomó para sí. Esta vez la recuperación económica fue más lenta y los rencores íntimos siguieron.
Cuando, a la muerte de Carlos II, sin descendencia directa, se produce una nueva vacante, las divisiones vuelven a estallar. Una parte de la población catalana se declara en favor de Felipe V –es precisamente un catalán dos Rius quien pronuncia la tonta frase de la desaparición del Pirineo–, pero otra prefiere a Carlos de Austria porque en él ven la conservación de las viejas estructuras que permitían mantener usos y costumbres. Es una circunstancia inesperada, la muerte del emperador, la que impide a Carlos triunfar. Pero esta vez no se trataba ni de liberar ni de rescatar el Principado, sino de elegir entre los dos pretendientes. Como siempre, la guerra dejaba efectos económicos muy dañinos. Ya no se trataba de la tierra, sino del comercio. Y aunque muchos no lo advirtiesen, los antiguos usos seguían siendo un obstáculo para las amplias comunicaciones mercantiles que se necesitaban.
Felipe V fue un buen rey, aunque nada brillante. Entre sus problemas fundamentales se hallaba el de ganarse el afecto y lealtad de todos los catalanes y no sólo de unos de ellos. Recordemos que entre sus reformas figuraba la fundación de las Academias. Pues bien, de las tres que en principio se establecieron, dos, la Lengua y la Historia, se instalaron en Madrid, pero una, la de Buenas Letras, fijó su residencia en Barcelona. Dentro de las reformas, en favor y no en contra de Cataluña, como también de otras regiones, como Asturias y las Vascongadas, se instala el Decreto de Nueva Planta que otorga a la industria y al comercio una plena libertad de comunicaciones. Ahora los catalanes podrán viajar a América sin tener que pasar por la Casa de Contratación. Y eso significaba la llegada libre del algodón y el envío de los tejidos resultantes que aparecen mencionados como indianas.
Uno de los grandes historiadores catalanes, Campmany, llegó hace ahora más de un siglo, a la conclusión de que el Decreto de Nueva Planta fue un regalo mayor del que sus autores suponían. Durante los siglos XVIII y XIX, y hasta muy avanzado el XX, Cataluña toma las riendas de la economía española, a la que permite desarrollarse. De nuevo las dificultades sociales del siglo XX y las que se derivan de la depresión de nuestros días han venido alterar las cosas. Los políticos deberían tomar buena nota de los acontecimientos reseñados: no se trata de romper, sino de unir buscando los medios oportunos para que, de nuevo, el eje económico y cultural vuelva a ser firme. Conviene analizar bien el pasado; las obras de Vicens Vives y Ferran Soldevila están ahí para ayudarnos. Ellos veían a Cataluña desde el interior de su alma.
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