Alfredo Semprún
La pesadilla orweliana cobra forma en Venezuela
Estas Navidades, en Caracas, quien más o quien menos daba por descontada una nueva «profundización» en la vía hacia el socialismo bolivariano. Les ahorro el juego de palabras, poco elegante, porque lo importante es que se han confirmado los peores temores. Y es que uno empieza a dudar de que hayan sido Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero quienes han asesorado al Gobierno chavista, aunque sólo sea por un resto de orgullo personal. Al fin y al cabo, gentes de la misma quinta –yo también me dejé coleta–, que han estudiado en la misma Universidad y abiertos a la vida consciente durante la hegemonía de Felipe González –cuando se produjo el proceso de desmantelamiento de lo público más intenso de la historia de España– no pueden ignorar que lo de Orwell y su «1984» no era más que una fábula, y de moraleja incierta. Y, sin embargo, ahí está en Venezuela, en todo su minucioso guión, esa pesadilla orweliana que, de tan manida, lleva a la media sonrisa del chiste intuido. Pero a lo que íbamos. El 2 de enero, se anuncia una «cadena» de Nicolás Maduro con importantes noticias para el año que comienza. Pero nada. Tres horas de charla para reconocer que la caída de los precios del crudo era muy preocupante, insultar a la oposición –a Leopoldo López le llamó «el monstruo de Ramo Verde», por el presidio donde está encarcelado– y anunciar que se iba de gira por Rusia, Irán y China. «Va a ver si cae algo. Y, si no cae, tendrá que sacarlo de lo último que le queda; subirnos la gasolina» fue el análisis de los locales. El problema es que subir el precio de la gasolina más barata del mundo –60 litros cuestan menos de un euro– tiene, en Venezuela, más rasgos comunes con la psicología que con las ciencias económicas. De ahí que el Gobierno de Maduro esté llevando a cabo lo que consideran, sin duda, un astuto plan de mentalización social, con el objetivo –más bien expresión de deseos– de conjurar una nueva sublevación popular, como la del «caracazo». Así, todos los recursos de la propaganda elemental han ido entrando en juego como en un ballet: la «ofensiva imperialista norteamericana», la «emboscada económica» del capitalismo traidor, las detenciones de gerentes de cadenas comerciales de alimentación y farmacia, las presiones a los médicos que se atreven a hablar del desabastecimiento, la denuncia de un nuevo golpe de Estado militar patrocinado por la oposición, la represión de los estudiantes, convertidos en cómplices de la antipatria; la nueva devaluación de hecho del bolívar en un 70% y el reconocimiento de que Venezuela sufre la mayor inflación del mundo –el 68,5% en 2014–, muy por delante de Bielorrusia e Irán. Falta decretar el «periodo de emergencia económica especial», pero todo se andará. Ayer mismo, el ministro de Economía y Finanzas de Venezuela, Rodolfo Marco, deslizó en una entrevista el nuevo concepto de «precio justo», al hablar de una potencial subida de los combustibles. Es mucho dinero lo que está en juego –casi 13.000 millones de dólares, que es lo que se gasta el Estado en subvencionar la gasolina– y, no hay que negarlo, puede suponer un alivio para la esquilmada caja petrolera. Pero sólo a corto plazo. Porque los efectos en el común de las gentes pueden ser demoledores si no se adoptan medidas correctoras del inevitable efecto inflacionario. De momento, ya se han establecido nuevas tarifas del transporte público interurbano, que suponen incrementos de hasta el 40% en los precios del billete, y está previsto revisar al alza los precios de algunos servicios regulados, como la electricidad. El panorama se presenta, cuando menos, confuso, porque los índices de producción siguen bajando y muchos de los empresarios que quedan, amenazados de prisión ante la menor sospecha de acaparamiento o «sabotaje», ya sólo buscan el momento de huir. Lo dicho, este desastre no puede ser obra de Iglesias y Monedero, que ya tenían uso de razón cuando se cayó el Muro de Berlín, a algunos más encima que a otros.
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