España
La reforma del indulto
Hay figuras que parecen condenadas a la polémica por su propia naturaleza, y el indulto es, posiblemente, uno de los mejores ejemplos. Pero quizás la controversia que persigue a esta figura sea deudora no sólo de su peculiar naturaleza –una decisión gubernamental que extingue la pena impuesta, impidiendo así que los jueces ejecuten lo juzgado–, sino también de la concreta regulación existente en España, basada en una ley que data de 1870 y que a veces da la impresión de partir de una cierta desconfianza hacia el funcionamiento normal de la Administración de Justicia, de modo que el Ejecutivo se erige en una suerte de «desfacedor de agravios y enderezador de entuertos» judiciales, si se me permite la cervantina expresión.
El indulto, conforme a su naturaleza de medida excepcional, debería limitarse a aquellos supuestos extraordinarios en que deba enmendar situaciones de clara injusticia material que escapen a los mecanismos legales de corrección que se contienen en las normas penales o penitenciarias. La cautela ha de extremarse cuando se trate de casos relacionados con la corrupción de alto nivel o la delincuencia financiera, aunque sólo sea por la capacidad de influencia que se atribuye, no sin razón, a quienes pueden cometer estos delitos. Es preciso evitar situaciones que puedan generar equívocos y dar la impresión de que condenas trabajosamente conseguidas pueden quedar sin efecto por motivos desconectados de los ideales de la Justicia, tal y como éstos se entienden por la ciudadanía. El mito de Sísifo, eternamente luchando contra la roca que siempre acaba volviendo a caer por la pendiente, resulta muy adecuado para ilustrar la sensación que puede embargar a quienes tienen la tarea de luchar contra estas formas de delincuencia de cuello blanco.
Desde mi modesto punto de vista, es crucial que se establezcan controles que sólo permitan favorecer, por motivos derivados de la equidad o la justicia, a quienes sean verdaderamente merecedores de esta medida de gracia. Por tanto, frente al amplísimo margen de maniobra que la actual ley otorga para conceder indultos, una adecuada regulación conforme con las exigencias de un Estado de Derecho en el siglo XXI debiera someter su concesión a una serie de límites que lo ajusten a su finalidad.
En primer lugar, en un modelo consecuente con la separación de poderes, entiendo que sólo queda justificado el indulto en aquellos excepcionales casos en los que los propios tribunales, tras haber tenido pleno conocimiento del caso, consideren que se ha producido una situación injusta derivada de su ineludible obligación de aplicar la ley y que sólo puede ser remediada mediante la vía del derecho de gracia. A sensu contrario, no veo justificación alguna para un indulto cuando el tribunal sentenciador manifieste expresamente su oposición al mismo, ratificando por tanto la corrección de una condena.
En segundo lugar, es preciso exigir una adecuada argumentación para su concesión. La mayoría de los indultos distan mucho de estar adecuadamente motivados, con uso de fórmulas genéricas o, simplemente, omitiendo toda justificación. En la práctica, ello coloca la concesión de indultos en un ámbito, no ya discrecional, sino peligrosamente cerca de lo arbitrario. En el pasado se han concedido indultos, por ejemplo, con el muy poco jurídico motivo del año jubilar por el cambio de milenio. La falta de mención a las concretas circunstancias que puedan justificar tan excepcional medida se compadece mal con el debido respeto a las resoluciones judiciales.
En tercer lugar, es imprescindible una adecuada definición de los límites del indulto, reconduciéndolo hasta su núcleo esencial, el posible perdón de las penas impuestas, pero eliminando cualquier tentación de ir más allá, como ha sucedido muy recientemente con la pretendida eliminación de consecuencias administrativas de la existencia de antecedentes penales, o hace unos años cuando se interfirió en los posibles destinos profesionales a solicitar por un miembro de la Carrera Judicial que había sido indultado. La práctica de indultar parcialmente para dejar la pena en límites compatibles con su suspensión judicial tampoco me parece adecuada, por razones que sería prolijo explicar aquí.
Por último, hay otra posible medida, más política que jurídica, que podría servir para mandar un inequívoco mensaje a la sociedad en relación con el compromiso de sus gobernantes con la tolerancia cero ante la corrupción y el crimen. Se trataría de que determinados delitos, señaladamente los relacionados con las formas más graves de corrupción así como cualesquiera otros sobre los que exista un consenso social acerca de su especial gravedad (terrorismo, tráfico de drogas a gran escala, y similares), pudieran quedar excluidos de la posibilidad legal de ser objeto de indulto. Para estos casos, suficientes modulaciones son posibles desde el punto de vista penitenciario.
En definitiva, la introducción de todas o algunas de las medidas arriba descritas redundaría en una regulación más moderna del indulto y más coherente con nuestros principios constitucionales. Los ciudadanos, creo, agradecerían este ejercicio de responsabilidad, coherencia y transparencia.
✕
Accede a tu cuenta para comentar