José María Marco
La religión y la guerra
Se entiende muy bien que las autoridades europeas insistan en que de la atrocidad de París (ocurren casi a diario en Irak o en Siria) no se debe deducir que estamos ante una guerra de religión. No hay que suscitar respuestas violentas contra los musulmanes, que, como personas y como ciudadanos, nada tienen que ver con las monstruosidades que ocurren aquí... y allí. Además, como argumentan las autoridades religiosas, Dios no puede ser invocado para el crimen. La ley y la palabra del Dios de las religiones monoteístas sólo pueden sustentar el bien, la sociedad, la justicia.
La religión
Dicho esto (se podría decir mucho más), queda el hecho de que el conflicto que estamos padeciendo tiene una dimensión religiosa que no se puede negar a menos que se quiera optar por la ceguera voluntaria, algo parecido a lo que hizo Edipo cuando conoció el crimen que había cometido. Dios no justifica ninguna violencia, claro está, pero la matanza del Bataclan se ha cometido en Su nombre y cuando los yihadistas disparaban sobre la multitud aterrorizada lo que gritaban no era un slogan político: era el nombre de Dios.
Resulta difícil presentar de forma más cruda la realidad de que la religión, que muchos creyeron que había salido definitivamente de nuestras sociedades por la ventana, ha vuelto a entrar, y no precisamente por la puerta de atrás. La respuesta inmediata es, sobre todo cuando el escenario del crimen es Francia, recurrir a aquellos instrumentos sociales y políticos, en particular los relacionados con el laicismo. Vendrían a ser el único camino para superar ese lazo atávico del ser humano con la parte más oscura e irracional de su naturaleza. Pues bien, es probable que haya que empezar a pensar exactamente al revés. La modernidad no ha excluido a la religión y el laicismo, que evidentemente no tiene la menor responsabilidad en hechos como los ocurridos en París, no nos ayuda a entender lo que está ocurriendo ni nos proporciona los instrumentos para restaurar una convivencia no ya amenazada, sino directamente atacada. Todos, y en particular los franceses, nos enfrentamos a la tarea de volver a integrar la vida religiosa en la vida social. No se trata de ceder ni de traicionar. Tampoco de cuestionar la neutralidad del Estado. Se trata de pensar de nuevo el lugar y la posición de la religión, partiendo del respeto a las bases de nuestra civilización (término por cierto, poco utilizado hace ya bastante tiempo.)
La guerra
En cuanto a la naturaleza del conflicto, parece que se están dando los primeros pasos para volver a pensar la realidad en la que nos encontramos, que es, y ha sido siempre, un enfrentamiento bélico: una guerra. Cierto que se trata de una guerra asimétrica, con múltiples frentes y alianzas de complejidad extrema. Aun así, es una guerra, y como tal requiere la movilización de recursos materiales y humanos específicos, cuantiosos y durante un período largo de tiempo. También aquí se requiere un cambio en nuestras costumbres intelectuales, morales y políticas. Es cada vez más difícil mantener el siempre precario equilibrio según el cual vivimos como si no hubiera terror, ni víctimas, ni ataques, ni bombas... en un mundo que envía a la feliz Europa refugiados por centenares de miles, que tiene la capacidad de exportar hasta aquí sus propios enfrentamientos o que cría terroristas por centenares en las democracias más ricas y avanzadas del mundo.
Alguna vez habrá que empezar a volver a pensar en que el Estado se creó para algo que no es sólo la ampliación de los derechos individuales. O, dicho de otro modo, que para cumplir con esa misión, es necesario que se respeten algunos derechos básicos: el de la vida, en particular. Estamos comprobando que no se puede seguir siendo tan cínico como se ha sido hasta aquí y como seguramente se va a querer seguir siendo. Los centenares de miles de musulmanes, cristianos y creyentes de otras confesiones masacrados, heridos, torturados, amputados y desplazados en Oriente Medio dan fe de ello.
La dificultad a la que nos enfrentamos crece cuando se produce lo inconcebible, que es, justamente, aquello que más reticencias y más llamamientos a la prudencia suscita, y con razón, como ya se ha dicho. Y es que tenemos que esforzarnos por comprender también que estamos ante un conflicto –llamémoslo así- religioso. Dios no está en las balas o en los explosivos, pero está en la mente de quien dispara o de quien decide reventarse él mismo para causar el mayor daño posible. Están en juego visiones íntegramente religiosas del mundo. No están dispuestas a dejar de serlo y así lo han dejado claro una y otra vez a lo largo de la historia. El islam, o las diversas ramas del islam (dos de ellas en guerra entre sí) no van a ceder en este punto por mucho empeño que se ponga en que así sea.
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