Lucas Haurie
La tropa de Romanones
De Álvaro Figueroa y Torres-Mendieta, primer conde de Romanones, se cuentan innúmeras anécdotas, algunas apócrifas pero otras, seguro, consecuencia de una vida pródiga en la que le dio tiempo a ser presidente del Gobierno, del Congreso y del Senado. Liberal cuando esa palabra aún no tenía sentido peyorativo en la política española, fue académico multidisciplinar (Historia, Jurisprudencia, Bellas Artes...) pero no ingresó en la RAE porque no obtuvo ni un solo voto de los electores, que con anterioridad le habían prometido unánimemente su aprobación. «¡Joder, qué tropa!», cuentan que exclamó al comunicársele la inesperada veda. Se celebra estos días en Granada un juicio a cuenta de las presuntas sevicias cometidas por unos clérigos contra infantes de su parroquia. Como el cura rijoso que lideraba a la organización atiende por Román Martínez Velázquez de Castro, el ingenioso que bautiza las operaciones policiales no tuvo mejor ocurrencia que denominar el asunto como «Romanones», en paronomasia que, sobre poco original, resulta humillante para la memoria (desde luego que histórica) del gran político e intelectual. Las palabras rara vez son inocentes y uno se pregunta si semejante ligereza se hubiese cometido igual que con este prócer de la Restauración, con un protagonista de la II República. Qué sé yo, podría asimilarse por ejemplo el nombre de Negrín a abusos sexuales contra unos niños o el de Carrillo a las andanzas de un «serial killer»... ¿Verdad que no? La humorada en este país siempre se dispara en la misma dirección, sin posibilidad siquiera de respuesta, y ese doliente «joder-qué-tropa» del aristócrata es aplicable hoy a cuantos compatriotas viven convencidos de que el rencor y la hemiplejía moral van a llevarnos a un lugar distinto a las trincheras.
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