Martín Prieto

La última sudista

La última sudista
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Que María Antonia Abad haya muerto inesperadamente se corresponde con la incredulidad de su deceso porque resulta rarísimo que haya fallecido Sara Montiel, un icono de nuestra Historia contemporánea. En sus honras fúnebres deberían tocar «Dixieland», el himno de la Confederación, porque fue la última sudista, siempre al sur de EE UU donde hacía de amerindia y pudo hacerlo de cuarterona de negros, al sur de España (pero antes de Despeñaperros), al sur del inglés, al sur de los libros, al sur de la política, con esa cara impávida como una hogaza de pan candeal caliente, ornada por un cigarro puro de la plantación propia en una idílica «Tara» anterior a la Guerra de Secesión. Cuando nadie la conocía, vivía semiesquina a mi casa y tropezaba con ella con frecuencia en mis recados familiares. Estaría en la veintena y yo era un gusarapo impúber, pero tras cruzarnos lógicamente indiferentes volvía yo sobre mis pasos para seguir por manzanas el contoneo hipnótico de sus caderas. Décadas después en un libro mío («Cartas a mujeres») supuse que mi despertar a la vida en aquella postguerra atroz color carbón desleído consistió en la contemplación itinerante del culo (o la cola en argentino) de Sara Montiel, lo que me agradeció como un cumplido.

Miguel Mihura debió meterse en la piel de Bernard Shaw y escribir su «Pigmalión» sobre aquella María Antonia porque también fue el escultor enamorado de la estatua femenina que esculpió. Enseñó a aquella muñeca a hablar, a andar, a vestirse, a desnudarse, le dio un cepillado de cultura elemental y tuvo el sentido común de no casarse con ella porque la diferencia de edad era abismal y Mihura un solterón vocacional. Además, la que sería Saritísima era de esas mujeres para dormir en ellas y no junto a ellas. «Divinamente ancha», como escribiría Rafael Alberti de María Teresa León.

Existen leyendas urbanas sobre un exilio a México propiciado por una conjura de damas pías escandalizadas por la soltura de sus maridos. Empero el reflejo de su imagen nos llegó ampliado desde Hollywood con «Veracruz» y sus amores con el desinhibido Gary Cooper, aunque lo de sus roces con el ambiguo James Dean suenan a publicidad de representante. Primer mito hispánico en aquel cine (no se sabía que Rita Hayworth se llamaba Margarita Cansino y era hija de un gitano español) lo tuvo todo en su mano. El director Anthony Mann se indispuso emperrándose en casarse con ella «in artículo mortis» y cuando se recuperó lo volvió a hacer ante un juez, aunque tanto casorio no logró que Sara pronunciara bien «yes». Se ignora por qué huyó de California para volver a España, donde dada su voluptuosidad patinada por América la casaron con gran bombo con un industrial que le duró dos meses; pero se salvaron las formas de la alegre divorciada. Lo demás está en el imaginario colectivo: arrolladores éxitos cinematográficos con el cuplé o el tango, negativa al destape, teatro de varietés, su mejor matrimonio con el santo empresario mallorquín Pepe Tous, amistades blancas desde León Felipe a Severo Ochoa y matrona reverenciada por la comunidad homosexual. Como se dijo de Lola Flores, «...ni sabía bailar, ni sabía cantar, ni sabía actuar, ni falta que le hacía».