Marta Robles
Las llamas del infierno
Zaragoza arde como si fuera el infierno. Y lo es, sin duda, para todas esas personas que ven sus tierras quemarse y quedarse convertidas en un paraje fantasmal. Más de 1.300 almas tuvieron que alejarse de esa pesadilla de llamas y humo, mientras el fuego seguía abriéndose paso a lo largo de 8.000 hectáreas, sin que los medios terrestres ni aéreos pudieran evitarlo. Aún no se han contabilizado los daños, pero ya se sabe que los del fuego son aún más difíciles de cuantificar, porque se extienden a lo largo de los años. En este caso, la causa del fuego fue la chispa de una cosechadora. O quizás el destino. Nadie hubiera imaginado que algo así podía suceder. Pero cuando las temperaturas hacen estallar los termómetros y el sol calienta sin compasión, el fuego siempre es una amenaza. Mientras escribo y veo las imágenes de cielos anaranjados y nubes de humo sobre arboles fantasmas a punto de derrumbarse, se demandan recursos para atajar tan catastrófico incendio. Y a mí, además de la solidaridad y el milagro que ayuden a apagar el fuego cuanto antes, se me ocurre apelar a la prudencia, ahora que las temperaturas vuelven cualquier territorio más susceptible de la tragedia.
Es verano y España, en estas fechas –lo sabemos bien, a poco que recordemos las noticias de otros anteriores–, se quema sin remedio. A veces, los motivos son tan supuestamente poco evitable como la chispa de una cosechadora. Otros, sin embargo, se producen por la desidia que se escribe en una colilla mal apagada, en una barbacoa en lugar prohibido, en unas gafas olvidadas en un lugar indebido o incluso, aunque parezca impensable, en alguna malvada voluntad.
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