Ángela Vallvey
Libro
La Biblia fue escrita por un colectivo de autores: es rabiosamente moderna en eso, un «work in progress» que duró mil seiscientos años. Es un trabajo políglota: fue redactada en hebreo, arameo y griego. Está traducida a todos los idiomas del mundo. Uno de ellos es el ladino, el idioma judeoespañol hablado por las comunidades sefardíes que vivieron en la Península Ibérica hasta 1492. El Círculo de Bellas Artes de Madrid ha presentado una exposición, que duró hasta ayer mismo, de preciosas biblias sefardíes y textos bíblicos traducidos al ladino, que pertenecen al comisario de la muestra, Uriel Macías, quien heredó de su padre «el amor por los libros» (ningún padre puede dejar mejor herencia a un hijo). Su colección incluye unos bellos ejemplares datados desde 1553 a 1946 e impresos en Ámsterdam, Esmirna, Jerusalén, Londres, Salónica, Venecia, Estambul... Todos ellos cuentan la historia de una diáspora: la de los judíos que fueron expulsados de su tierra y marcharon por el mundo, conservando su lengua como un tesoro. La palabra fue su patria perdida, ocupó el lugar de la tierra de la que fueron injustamente alejados contra su voluntad. Una palabra que a su vez se refugió en esos frágiles tomos de biblias y primorosas ediciones de «El cantar de los cantares». De modo que, los editores y traductores, quizá buscaban que las palabras se acogieran a sagrado, para que al menos ellas no fueran desterradas y lograsen el milagro de sobrevivir. Queda poca gente que aún hable ladino. Es un idioma que suena a un español arcaico, que se puede entender muy bien poniendo atención, y que está lleno de una sonoridad deliciosamente evocadora: oírlo es como atravesar un túnel del tiempo que transporta a una España medieval tan dulce como terrible. Palabra por palabra, los libros siempre cuentan quiénes somos.
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