Pactos electorales
Líderes ensimismados
De vez en cuando, en los partidos políticos ascienden al poder unos líderes ensimismados, narcisistas, generalmente autoritarios y, sin duda, ególatras en extremo. Todo en el partido ha de girar en torno a ellos; se muestran a sí mismos como dotados de un carisma que los hace inmunes a la crítica, hasta el punto de que cualquier reproche que pudiera verterse sobre su figura es considerado de mala fe. Y en esa dinámica, el poder se convierte en un absoluto que carece de cualquier límite de naturaleza política o moral: nada puede alegarse para que se renuncie a él, incluso al precio de hacer caer al partido en el abismo de la insignificancia electoral.
Tal tipo de líderes es, por lo general, muy poco frecuente, pero, sea casualidad o no, en los últimos tiempos hemos contado en España con dos de ellos. Ambos se han gestado en las filas del socialismo. Ambos hicieron carrera como meritorios del aparato, hasta el punto de que sus llamémosles éxitos profesionales tuvieron siempre lugar en el seno de la organización política. En un caso, el de Rosa Díez, la aspiración a la secretaría general le llegó en edad madura y no pudo verse satisfecha ni de lejos, dando lugar al abandono del partido y a la creación de otro armado para su despótico medro. En el otro, el de Pedro Sánchez, los avatares y carambolas de la política institucional, en la que siempre participó de secundario para rellenar las listas, hicieron de él, primero, concejal y, años después, por dos veces diputado. Y en eso estaba cuando, fruto del enredo, terminó siendo elegido secretario general transitorio, aunque él pronto convirtió el puesto en permanente e inamovible.
El ejercicio del liderazgo en estos casos es despótico. Los rivales o simplemente los que no comparten su posición política son vistos siempre como adversarios a batir. Nada hay peor que los enemigos internos, se dicen a sí mismos, y a orillarlos o destruirlos se aprestan con esmero, contando siempre con esos ejecutores profesionales que, en todos los partidos, están sin reservas al servicio del que manda. Las purgas son muchas veces calladas: un expediente por aquí, una gestora por allá, mientras se reordenan las fuerzas y todos los mediocres que carecen de cualquier idea política van ocupando los rincones del organigrama y los puestos de relumbrón. Todos ellos unificados en la adulación al líder; todos repitiendo las mismas consignas; todos igualitos como las «cajitas de tiki-tak» en la vieja canción de Malvina Reynolds que allá por los años sesenta popularizó Pete Seeger.
Con estos mimbres el partido y su líder inevitablemente acaban enfrentándose al juicio de los votantes en el mercado electoral. Es éste un zoco en el que no caben las componendas, donde hay rivales de verdad, donde se gana o se pierde. Y es precisamente al perder cuando se evidencia la vanidad extrema de estos líderes ensimismados, incapaces de dar un paso atrás y dispuestos a hacer perecer al partido antes de reconocer su inane existencia.
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