Alfonso Ussía

Llámame «Papá»

«Carece por completo de verosimilitud o seriedad». «Es lisa y llanamente falsa, frívola y torticera». El Tribunal Supremo ha desestimado con contundencia y dureza la demanda de paternidad contra el Rey Don Juan Carlos de esa chica belga que se llama Ingrid Sartiau. La muchachuela valona se ha contradicho tanto que no ha dejado ni una ranura a los magistrados del Supremo para acceder a sus reivindicaciones. Y lo malo es que ha dejado en una situación de díficil recuperación de la honorabilidad a su madre, de la que se deduce una desmesurada afición a practicar el sexo estival con hombres «gentiles, guapos, dulces, apuestos y con los ojos azules».

Intervinieron a «Tono» en un riñón para extraerle una piedra que le había producido un insufrible cólico nefrítico. Fue a visitarlo Antonio Mingote a la clínica Ruber, sita en la madrileña calle de Juan Bravo. -¿Era grande la piedra, «Tono»?-; - más que grande, Antoñito. Figúrate cómo sería de grande que ponía «Ulloa Óptico»-.

En aquellos tiempos, los que viajaban hacia el norte, al llegar a la antesierra de La Cabrera, leían en sus enormes piedras mensajes publicitarios de «Ulloa Óptico», «Nitratos de Chile» y «Perfumería Padilla» que dio con un pareado de eficaz repercusión comercial: «Aféitese la barbilla/ con máquinas de Padilla».

La madre de Ingrid Sartiau, doña Liliane, tendría que haber visitado a «Ulloa Óptico» para que le arreglara la vista. Veía menos que un jabalí con el sol de frente. Porque el Rey no tenía los ojos azules, ni los tiene, ni los tendrá. Y el detalle de los ojos azules fue el que convenció a doña Liliane de que el hombre que había yacido con ella y sembrado la semillita en su cuerpo había sido Don Juan Carlos. Quiere ésto decir que si el hombre al que se llevó en la Costa del Sol al catre hubiera sido bajito y con los ojos marrones, la demanda de paternidad se la habría puesto, con carácter póstumo, al Generalísimo Franco. Y menos mal que el hombre no llevaba gafas, porque podría haberle montado un pollo al pobre Rey Balduino, que no era precisamente un seductor nocherniego. Problemas de una miopía infantil lamentablemente indetectada por la oftalmología belga.

Me veo en 1965, el año de la orgasmía de marras. En aquellos tiempos, mis compañeros del colegio me llamaban «el Paella» por la cantidad de granos que el acné juvenil había dispersado por todo mi rostro. Granos que doña Liliane jamás habría advertido por causa de su deficiencia visual. Pero, acné juvenil aparte, era un joven muy gentil, guapo, dulce y apuesto, si bien mis ojos también tiran más al verde pastel de los bosques que al azul de los cielos o de las porcelanas de Sargadelos. Pero pudo suceder.

No tenía edad para ser un padre responsable, pero sí para comportarme como un irresponsable lechuguino. Liliane me aventajaba con holgura en años y experiencia. En aquellos tiempos remotos no se impartían en los colegios clases de Orientación Sexual, y es muy probable que yo aún creyera en la cigüeña o en París. Más en la cigüeña que en París por pura lógica. Si todos los niños veníamos de París, todos, sin excepción, seríamos franceses, que no era mi caso y nada me satisfacía. Lo de la cigüeña era más creíble, aunque no reparé jamás en que mi fecha de nacimiento, el 12 de febrero, no coincidía con la emigración anual de las gráciles zancudas a España. Cosas de los niños. Pero sí recuerdo que algo pasó con una mujer. Memoria borrosa. Realidad o sueño. Algo sucedió en la Costa del Sol que me ayudó a retornar a Madrid bastante contento.

¿Fue Liliane? En tal tesitura, el enredo se libera de todos los nudos. En ese caso, Ingrid Sartiau sería mi hija. Anda, Ingrid, llámame «Papá».