José Luis Alvite
Lombrices de California
Lo sé por experiencia: Hay tipos que buscan jaleo de madrugada porque saben que al final de la violencia se esconde a veces el afecto. Yo mismo reconozco haberme complicado la vida por culpa de buscar pelea con alguien que después de zurrarme aceptase mis disculpas y compartiese conmigo unas copas. Sé de personas que viven solas y esperan ansiosas a que alguien entre por la noche en sus casas para tener al menos con quien compartir el miedo. Disfrutan en cierto modo de ese instante de zozobra emocional en el que saben que en la duda de recibir el amor de quien les amenaza podrán conseguir al menos el gesto inesperado de su compasión. En esa clase de persona necesitada del afecto que sigue al miedo está inspirada la identidad sentimental de la escritora Kate Sinclair, uno de los personajes de las crónicas del Savoy en los que me siento recreado. Kate tenía por costumbre dejar abierta la puerta de su casa en un lugar solitario de la costa porque necesitaba que el tipo peligroso que merodeaba el lugar entrase a su domicilio y la hiciese sentirse amenazada. Su plan fue un fracaso, según me reconoció en una carta que me remitió al Savoy hace algunos años: «Llevo mucho tiempo emocionalmente vacía –escribió– y necesito que irrumpa en mi vida alguien que me deje al menos el recuerdo imborrable del estrago que ocasiona el miedo. Soy como esas tierras sin vida que permanecerían yermas si no fuese porque las fertilizan inesperadamente esas asquerosas y ubérrimas lombrices de California. Por eso al acostarme no echo la llave de mi casa, aunque corro el riesgo sin mucha convicción, a sabiendas de que al despertar por la mañana me encontraré con que el tipo peligroso pasó de largo y, sin hacer ruido, cerró la puerta el viento». Recordé a Kate la noche que un tipo me dio una paliza en un garito y después forcejeamos por el honor de pagar las copas...
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