Alfonso Ussía
Loros
Hace años, quince como pocos, se enfadaron con sobrado motivo para ello algunas señoras a las que mucho quiero y respeto por un comentario ofensivo, grosero e innecesario que emergió de mi impertinente imprudencia. «Hay más loros en “El Rastrillo” que en la selva del Amazonas». Plenamente fuera de lugar y por el que pedí todas las excusas posibles y probables. Por una señora que era un tostón y me dejó vacío de defensas pagaron todas las demás. Tuvo un gran amigo mío una mala experiencia empresarial con un socio húngaro. Y cuando se molestaba por cualquier adversidad se estercolaba «en todos los húngaros». «Deja a los húngaros en paz», le recomendé. «Son todos iguales», me comentó. Y así sigue. Va por la calle, tropieza con un adoquín saliente de la acera y desahoga su tropezón de esta manera: «Es que los húngaros son un atajo de cabrones». La injusticia que nace de la necia generalización.
Me apasiona desde niño la ornitología. Me gusta observar las evoluciones de los pájaros y distinguir a unos de otros. No alcanzo a compartir la afición de los ingleses, que viajan en grupos a lugares remotos con prismáticos y cámaras en pos de la imagen de un ave concreta. Pero consigo reconocer por el vuelo y el canto a ruiseñores, herrerillos, gorriones, petirrojos, verderones y reyezuelos. Visito con frecuencia el Retiro y descanso con estas cosas.
Los árboles de Madrid, que por si alguien lo ignora es una de la tres ciudades con más árboles del mundo, han sido colonizados por loros. Unas pequeñas y nerviosas cotorras verdes que se han reproducido por decenas de miles. Barcelona también padece la plaga, y Valencia, y Málaga. Son duras como corindones y soportan las temperaturas invernales de la meseta. La invasión no tiene solución a la vista. Por cada gorrión que se adivina, aparecen diez cotorras. ¿De dónde vinieron? Se dice que de ejemplares escapados de las jaulas, pero se me antojan excesivos los ejemplares y demasiadas jaulas. No hay tantas jaulas con aves exóticas en las terrazas y balcones de Madrid. Nuestros pájaros autóctonos están atemorizados y acomplejados ante la muchedumbre cotorrera. A día de hoy han colonizado los parques urbanos y las urbanizaciones del entorno capitalino, pero pronto llegarán al campo abierto, a las manchas, a las sierras, y en unos años podremos contemplar el asombro del venado, del jabalí y de la perdiz inmersos en el guirigay de los loros.
Las cotorras verdes invasoras soportan las altas y bajas temperaturas, y comen los que se les antoja. Esas migas de pan que antaño reunían en el suelo a gorriones, petirrojos y herrerillos, son hoy propiedad de la cotorras. No son tontas. En los alrededores de los más distinguidos comercios de hostelería se posan en los árboles más loros que en otros puntos. Brilla el tibio sol de primavera, se sienta una pareja de enamorados en una terraza, piden unas cervezas, aceitunas rellenas y patatas fritas, y aprovechando el descuido de un beso apasionado, se lanzan las cotorras sobre la mesa y en un pispás han desaparecido las aceitunas y las patatas. Y si las aceitunas no están rellenas y tienen el hueso en su interior, le miran a uno muy malamente, con un gesto lateral amenazador y nada amistoso.
Hagan la prueba. Siéntense –que merece la pena la sentada–, bajo el gran sauce mejicano que se alza desde el siglo XVII en El Retiro. O deambulen por El Botánico, o sitúense en las cercanías de un comercio de comestibles como «Mallorca» o «Embassy». Alcen la vista y sólo verán movimientos de cotorras. ¿Estamos en Madrid?, se preguntarán. La respuesta es afirmativa. Los de «Podemos» en este caso, no tienen ninguna culpa. Pero nuestros plátanos, acacias, sauces, cedros y magnolios, se han convertido en árboles bolivarianos, atiborrados de loros.
Y en unos años, tucanes.
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