Tour de Francia

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Los Albertos

La Razón
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Es el día de Cavendish, amarillo en Utah Beach, recuerdo imperecedero del desembarco de Normandía. El velocista contribuye complaciente al besuqueo de las elegantes azafatas, dos por maillot. No pierde la sonrisa y comparte la gloria con su familia. Es 2 de julio, comienzo del Tour, una primera etapa en línea con todos los riesgos que arrastra. Escapadas vanas porque la meta ha sido diseñada para los esprinters. Exacto. En el trayecto, más allá de los hermosos paisajes y una vez dejada atrás esa octava maravilla que es Mont Saint Michel, las rotondas de toda la vida; trampas para el ciclista que, sin preferencia, enfila por la derecha o por la izquierda. Suenan las manetas de los frenos, clic clac, voces de alarma; prisas por conquistar la mejor posición, que sopla el aire de costado y el peligro aumenta. Nervios a flor de piel y la piel de Alberto Contador, abrasada, pegada en jirones al salir de la rotonda en el bordillo traicionero, en el asfalto pintado con elocuentes gotas rojas.

El Tour no se gana ni el primer día ni la primera semana, pero se puede perder. Le sucedió a Perico, por un despiste histórico, y a Fabio Parra, por una de esas caídas imprevistas. Con todo el lado derecho, desde el tobillo hasta el hombro, en carne viva, Alberto cruza la meta, dolorido en caliente. Las horas posteriores serán horribles. No hay nada roto, «chapa y pintura». Sólo eso. Y arriba, en el podio, el primero para felicitar al ganador después de las azafatas, otro Alberto, de Mónaco. El 1 de julio hizo cinco años que contrajo matrimonio con Charlene Wittstock. Charlene no ha desembarcado en Normandía. Habrá visto por televisión la victoria de Cavendish y el día tan diametralmente opuesto de los Albertos. Tour de rosa y amarillo.