José Luis Alvite
Los búfalos de Dakota
En los cuarenta años que llevo trabajando en este oficio jamás me propuse hacer algo que por impresionar a los demás me dejase insatisfecho. Hice las cosas según vinieron. Fui respetuoso con lo que veía y quise contarlo siempre de manera que si después de escribir dormía mal no fuese por culpa de un remordimiento. Pero ni he sido un mártir, ni pretendí jamás ser un héroe, entre otras razones, porque las actitudes de supremo esfuerzo moral siempre me han producido esa sensación de incertidumbre que a la postre me descompone el vientre. Hago lo que puedo y lo hago a mi manera, sin pretensiones, con la silvestre naturalidad con la que cuando era niño me bajaba los pantalones y hacía de vientre donde quiera que en ese momento se me soltase el vientre. Me ocurre en cierto modo como al viento, que junta las cartas de amor, los condones y la mierda en cualquier rincón de la ciudad sin conocer el callejero. Antes que periodista quise ser boxeador, sacerdote y pianista, pero desistí porque del dolor solo soporto el pinchazo del calmante, de la moral únicamente concibo el placer de transgredirla y para ser pianista solo habría sido capaz de aprender la canción de «Casablanca» por la partitura de «Verano del 42», como hacía mi amigo «Chichi» Paredes, aquel viejo pianista de cabaré que tocaba mejor cada vez que recogía del suelo el revoltijo de su repertorio y enternecía a deshora a las fulanas del garito con una interpretación confusa y sin embargo armoniosa, elegante y certero a la vez, con el aplomo que tenían los cazadores cuando en Dakota eran tan abundantes los búfalos que ni siquiera se había inventado aún la puntería. No sé... tengo la extraña sensación de haberme perdido. No importa. En realidad siempre quise vivir en el portal en el que hubiese entrado por error.
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