José Luis Alvite
Los cerdos de Treblinka
Hay evidencia de que las naciones prosperan después de las guerras, igual que dan el estirón los niños después de cuatro días de acetona y de fiebre. Del mismo modo parece evidente que a veces la prosperidad es la hermosa e inesperada consecuencia de un hecho traumático, de un trágico conflicto militar, y que sus beneficios se extinguen tan pronto en la rutina amoral y productiva de la guerra se entromete la apatía zotal de la paz. A lo mejor se trata de que, por ser también más angustiosa, la furia resulta más eficaz que el pensamiento. Padecemos desde hace tiempo una Europa lenta y remilgada, plomiza, formada por la chacina de un puñado de pueblos desganados que jadean al bostezar, avenidos más por la conveniencia que por la convicción. La gobiernan políticos flácidos y balnearios, tipos a los que no hay una sola idea que no se les amontone como grasa en la cintura. No hay en sus caras un solo rasgo del que pueda deducirse el gancho de una pasión, ni abundan en sus gestos la contundencia, el vigor o la tentación de arremangarse y hacer leña con los muebles viejos del salón. Nos administran con la caduca penicilina de sus blandas manos meadas y asisten impasibles al desmoronamiento de la Europa que resurgió orgullosa al final de la II Guerra Mundial, cuando un puñado de líderes se dieron cuenta de que el pensamiento de un pueblo se renueva excepcionalmente en la misma medida que a los gallos se les altera el sueño justo cuando la artillería airea la tierra. Los europeos hemos perdido el viejo sentido de la desesperación que nos mantuvo vivos y expectantes, creativos y asustados, cuando en la II GM ni los ríos iban todos por sus cauces, ni estaba seguro Dios de no tener los ojos gamados, y en los campos grises de Polonia sobrevivían manadas de niños mudos mamando con sus bocas zurdas y judías en las ubres de los cerdos ciegos de Treblinka.
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