Restringido
¡Los que van a nacer te saludan!
Lo llaman, en un alarde exhibicionista, el tren de la libertad. ¡Pobre libertad, cuántos desastres y despropósitos en su nombre! Ayer, a mediodía, el tren de la risa llegaba a Atocha, en la capital. Ahí las tienen, muchas muy jóvenes, al servicio de la causa socialista. Parecen contentas. Observen sus rostros, sus gestos feministas, sus banderas y sus pancartas: «Nosotras parimos, nosotras decidimos» o, más egocéntricamente, «porque yo decido». Su primera parada fue en Valladolid, donde empezaron a montar la cencerrada para que se enteraran los del PP, sobre todo Gallardón. Lo hicieron justo delante del Auditorio Miguel Delibes, el escritor castellano que tomó la palabra en defensa de la vida del no nacido, de la vida que viene y que el aborto interrumpe. Las vociferantes abortistas progres, que se manifestan en la calle a moño suelto, animadas y conducidas por los partidos y sindicatos de izquierda, defienden su derecho a decidir, el derecho, dicen, sobre su propio cuerpo, y a cambio le niegan al feto la libertad de nacer. De paso, como feministas prehistóricas, dejan fuera, sin voz ni voto, al padre de la criatura, que por lo visto no tiene arte ni parte en esa nueva vida. El caso es que esto no puede quedar así. El feto carece de voz, por lo que alguien tiene que defender a la parte débil en este tremendo litigio ético entre vida humana y libertad, entre la vida y la muerte. Para estas mujeres del pintoresco tren y para los que las jalean –también los movimientos totalitarios tienen la costumbre de subirse a trenes de este tipo–, «nada importa su debilidad –dice Delibes– si su eliminación se efectúa mediante una violencia indolora, científica y esterilizada». Como se ve, «Sí se puede». ¡Claro que se puede! La moderna pregresía ha incluido entre sus postulados, en un peligroso salto degenerativo de su razón de ser, el abortismo. Una vez eliminado aséptica y silenciosamente el feto o proyecto de persona, arrancado del vientre de su madre –«en mi bombo mando yo» proclaman las más estúpidas– «los demás fetos callarían –apunta Delibes–, no podían hacer manifestaciones callejeras, no podían protestar, eran aún más débiles que los más débiles cuyos derechos protege el progresismo». Esta pérdida de la conciencia moral de la izquierda –tan autosuficiente, dogmática y ruidosa, ella, en sus alardes de libertad– no depende de leyes que movilicen trenes de protesta y mareas de colores. Haría bien la izquierda en subirse de nuevo sin complejos al tren de la vida defendiendo a los seres humanos más desamparados e inermes. Entonces oiría un grito silencioso y multitudinario: ¡Los que van a nacer te saludan!
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