Alfonso Ussía
Los saltos
No he visto ninguno de los programas, pero sí las secuencias. Me refiero a esa humillante bobada de hacer saltar desde una palanca fija o un trampolín a una serie de famosuelos en decadencia. Se trata de una crueldad, por bien remunerada que esté. Me han contado que algunos se dan unas tortas monumentales. El agua, mal tomada desde la altura, es como una piedra. Lo he escrito, lo repito y si alguien se molesta o pica, que se rasque. De joven fui un notable saltador desde palancas y trampolines. Y siempre que me baño en la mar, a pesar de mi desaconsejable deterioro físico, me lanzo al agua desde el punto más elevado del barco. Sólo he fallado el salto en dos ocasiones, y puedo asegurar que la «tripada» contra el agua es mortificante, aún más que detener un taxi con el cartel de «libre» en la calle y que el taxi pase de largo, o en los toros, alzarse del asiento creyendo que el maestro procede a brindarte la muerte del morlaco, y que sea el espectador inmediatamente ubicado detrás, el beneficiario del brindis. Mi difunto amigo Koldo Shultz Errandonea se quitó la vida después de protagonizar tan ridícula confusión en una corrida de la Semana Grande donostiarra. Un tipo con clase, como todos los suicidas acuciados por un hecho grotesco. Y no quiero dar ideas, pero si los famosillos que compiten en esos concursos de Antena 3 y Telecinco quieren recuperar el prestigio del que un día gozaron –si es que lo tuvieron–, harían bien en proceder a su autodestrucción inmediatamente después de su próximo salto, y con muy especial sentido de la eficacia, un tal Falete, que está siendo objeto de la más continuada y humillante tortura por parte de sus explotadores. Los gustos y aficiones de una considerable porción de nuestra sociedad es asquerosa.
Retorno a lo que molesta. Mi elegancia en el salto. Como cuarterón andaluz algo tengo de supersticioso, y mis vuelos desde el trampolín al agua sólo resultaban perfectos si el color de mi traje de baño era mandarina fuerte. Probé una mañana con un naranja tamizado y la ovación no fue unánime. Con el mandarina efectué carpas, tornillos, ángeles, mortales, y hasta inventé un tipo de salto que ningún campeón olímpico se ha atrevido a ejecutar: El «Albatros croqueta». Consiste en dibujar, en los pocos segundos del ascenso, ya en el aire, la bella figura del albatros, extendiendo los brazos hasta el límite y conservando las piernas juntas y estiradas. Y se aguanta. Nijinsky sí se hubiera atrevido. De tal modo, que se mantiene la figura en los iniciales momentos de la caída, y cuando todos los presentes en la piscina aventuran el despachurramiento contra el agua del esbelto alcatraz, se encojen las piernas, se cierran los brazos, se introduce la cabeza entre las manos, y a modo de croqueta se alcanza la superficie del agua con una dignidad pasmosa. Si se efectúan mal los tiempos, el «albatros croqueta» puede ser motivo de alguna protesta por aquello de las salpicaduras en los insensibles cuerpos que toman el sol y prescinden de la belleza etérea del deportista.
Los saltos en las piscinas se hacen para ganar una medalla olímpica o por amor. Y siempre a una edad conveniente, inmersa en la llamada juventud. Insisto en la libertad de ganarse la vida como cada uno quiera o pueda. Pero también en la libertad que me concede la Constitución para opinar que esos programas atacan directamente y sin compasión a la dignidad del ser humano, por generosa que sea la contraprestación que se les concede por hacer el mamarracho.
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