Pactos electorales

Mascletá sin gobierno a la valenciana

La Razón
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Se acabó. Las elecciones las tenemos a la vuelta de la esquina. No hemos tenido Gobierno a la valenciana, pero desde el 20 de diciembre hemos asistido a una Mascletá en toda regla con traca final incluida. La Mascletá, según los entendidos, tiene cuatro estadios bien diferenciados. El inicio, el cuerpo, el terremoto y la parte aérea. Desde la noche electoral los hemos vivido todos pero el final de fiesta ha sido decepcionante. La nueva política ha dejado paso a la más rancia e, incluso, ridícula. Volveremos a las urnas por la incapacidad de unos y la soberbia de otros.

El inicio. Las urnas dejaron el 20 de diciembre unas matemáticas endiabladas. Nos preparábamos para lo peor y, lo peor, llegó. Los cuatro tenores Rajoy, Rivera, Sánchez e Iglesias se pusieron en marcha con un conjunto de efectos sonoros. Empezó el espectáculo que tenía que llevarnos por los derroteros de la «nueva política». En seguida apareció el espejismo. El más atrevido fue Sánchez cuando bautizó sus noventa diputados como «resultado histórico», dejando boquiabiertos a propios y extraños. Iglesias no se quedó atrás con sus cantos de sirena encaminados no a convencer a los socialistas sino, más bien, a tomarles el pelo para lograr su ansiado «sorpasso». Rivera empezó su particular baile al son de «un pasito palante, un pasito patrás». Rajoy se dispuso a ser el maestro de ceremonias, pero pronto llegó a la conclusión de que estaba solo y sin novia. Su oferta a Sánchez acabó con aquel estruendo de «no es no, qué parte del no, no ha entendido».

El cuerpo. Empezó a crecer la intensidad. Sánchez tomó el testigo de la investidura ante la retirada de Rajoy. Sacó fuerzas de flaqueza y aumentó el volumen del sonido del espectáculo de luz y de color. Parecía revivir cuando llegó a un acuerdo con Ciudadanos, doblegó a sus barones y consiguió el respaldo de la militancia. Sin embargo, el ruido ensordecedor lo escuchamos cuando Iglesias se propuso como vicepresidente de un gobierno de Sánchez y se repartió el poder. Sí, sí, el poder. Lo de gobernar lo dejó para otros. Todo, agua de borrajas.

La parte aérea. Los truenos de mayor intensidad y el color de las explosiones en el cielo nos dejaron pasmados en el debate de la –falsa– investidura. Después de loas al diálogo, al entendimiento, a la nueva política, asistimos a un cruce de sables de «palo y tentetieso». Los días siguientes a la investidura las explosiones de color se renovaron hasta el paseo por la Carrera de San Jerónimo entre Sánchez e Iglesias, ante la atenta mirada de Rivera y la desconfianza de Rajoy. Los fuegos acabaron con un final de traca. Los arrumacos de morados, rojos y naranjas apenas duraron 24 horas.

El terremoto. Después de unos días de sesudos debates sobre «yo no he sido el culpable», «la culpa la tienes tú» y pasar de decir que unas nuevas elecciones «eran un fracaso» a considerarlas «un refuerzo de la democracia», se empezó a mascar la tragedia. Las ofertas de Rajoy caían en saco roto, Sánchez noqueado ante Podemos, Iglesias más ocupado en purgas internas que ocupado en negociar y Rivera tapando las vías de agua de unas cuentas dudosas en su partido. Se preparaba un terremoto de altas proporciones y llegó. Cuando todo el mundo miraba con estupor cómo la mascletá decaía, explotaron los «masclets» de mayor potencia. Los valencianos de Compromís encendieron la mecha poniendo punto y final al espectáculo. Los líderes falleros han quemado sus fallas, pero ellos se han salido. Dicen los líderes que están indemnes. El 26 de junio lo veremos. Alguno se quemará en su propia falla. O lo quemarán. El –supuesto– final, sin duda, ha sido de traca. De una penosa y lastimera traca.