Ángela Vallvey
Método
Antaño, en España existía la desagradable tradición de apiolar presidentes de Gobierno. Sólo en la historia contemporánea, recordemos que en 1870 a Prim le descerrajaron a quemarropa unos cuantos tiros de trabuco y carabina. No consiguieron matarle, le dejaron heridas leves. Luego, éstas se infectaron y pasó a mejor vida tres días después del atentado. En 1897, a Cánovas también le disparó un anarquista. El dirigente se encontraba en un balneario de Mondragón, reponiéndose de su dura tarea, cuando lo asesinaron. Quince años pasaron (1912), hasta llegar a Canalejas, otro presidente que caería víctima de la rabia terrorista: estaba mirando el escaparate de una librería de la Puerta del Sol, pues volvía andando a casa del trabajo como un ciudadano más, cuando fue víctima de un atentado con pistola. El hecho de que fuese un gobernante que frecuentaba las librerías, cosa inaudita y prodigiosa en España, no detuvo a su asesino. El extremismo anarquista también estuvo detrás del regicidio de Eduardo Dato en 1921. Ya en 1973, fue Carrero Blanco quien pereció víctima de un atentado más sofisticado, con explosivos situados al paso de su coche. Todos ellos, a pesar de las distancias que los separan en el tiempo, se caracterizaban por no guardar especiales medidas de seguridad. A partir de Carrero Blanco, las normas de protección de los dirigentes se extremaron. Aunque Aznar sufrió un intento de asesinato, igual que Azaña, desde Carrero Blanco hasta la fecha, la manera de «eliminar» a los dirigentes españoles ya no es tan cerril. Pero sigue habiendo costumbre de «liquidarlos». Hace tiempo que no se les mata con derramamiento de sangre, por fortuna. Pero también es verdad que se continúa «anulando» a las figuras principales que llegan a dirigir los destinos del país, usando para ello las más variadas formas. Sorprende que, en un país como éste, que carece de procesos de «impeachment», o métodos de destitución y residenciamiento como los anglosajones, al final siempre se encuentren procedimientos para enjuiciar y condenar a quienes más poder han acumulado, llegando a la impugnación oficial, de carácter histórico, a través de verdaderos juicios políticos, no legales quizás, pero igualmente inhabilitadores ante la opinión pública, degradantes... Pocas tareas debe haber tan satisfactorias como gobernar España. Muchas menos tan amargas como ser destronados del poder sin honor. Y es que, en España, ser jefe de Gobierno no es tarea fácil. Dicho de otro modo: que es muy difícil.
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