El desafío independentista
Método en su locura
El debate sobre la cuestión catalana podríamos dilatarlo aportando una gruesa lista de errores cometidos y de errores por omisiones y de desidias que nos han traído hasta aquí, pero ello sería tan estéril como improductivo. Su único valor práctico es lo que podemos aprender de todo ello para no volver a cometerlos en el futuro.
Ahora estamos en un momento procesal diferente, es el tiempo del Estado de Derecho y, por tanto, sobran las posiciones vehementes y radicales, tampoco es tiempo de reproches, más bien es hora de fijar posiciones comunes y sólidas de los principales actores. Las críticas y las diferencias deberán producirse, pero cuando toque hacer balance.
Vivir en democracia significa dos cosas: el respeto y la garantía de un sistema de libertades a través del ordenamiento jurídico y la confianza en las instituciones que lo protegen y tutelan. Por ello, cuando se intenta agrietar el sistema, actúa el poder judicial, los cuerpos y fuerzas de seguridad y los órganos constitucionales, en nombre de todos los ciudadanos.
Una democracia desarrollada como la nuestra tiene que ser suficientemente sólida como para resistir los ataques que puedan desestabilizarla. El independentismo catalán ha retado a los pilares de convivencia que han construido el edificio que da cabida a la sociedad española desde 1978. Solo así puede entenderse el empecinamiento en realizar una consulta fuera del orden constitucional y abocada al fracaso, es decir, a su no realización o a su ejercicio sin las mínimas garantías que pudiesen otorgarle valor alguno.
Si se llegase a producir alguna votación, cuestión sobre la que quedan serias dudas, es indiscutible que no serviría para nada y si alguien intenta esgrimir alguna conclusión sobre la misma sería propio de un sainete trufado de folklore con algunos secesionistas, que, a buen seguro, declararán la independencia de Cataluña desde algún balcón, para terminar de dar color a la cosa.
Para quienes hubiesen adquirido responsabilidades penales si tendría consecuencias serias y poco más. La renta per cápita en Cataluña supera los 32.300€ y, es sabido, que las revoluciones solo prosperan con condiciones económicas muy deterioradas y con déficit democráticos.
Desde luego, la inhabilitación y pérdida de patrimonio de un grupo de dirigentes independentistas no va a llevar a grandes movilizaciones, sin embargo, unos y otros, debemos pensar en la etapa de reconstrucción de puentes que empieza después del día 1 de octubre.
El separatismo se alimenta de varios nutrientes: en primer lugar, del otro nacionalismo, el centralista. Se retroalimenta y crece, en cierta medida, y necesita de radicalidad en sentido contrario para reafirmarse.
En segundo lugar, el nacionalismo catalán se ha acostumbrado a vivir del relato victimista, se hace fuerte con él, porque, como Hamlet, le otorga método a su locura.
Para reconducir la deriva catalana se necesitará sangre fría, huir de las posiciones radicales y no cometer el error de convertir al agresor del orden constitucional y democrático en víctima de la “represión centralista”.
La mitad de la ciudadanía catalana no quiere la independencia y en la otra mitad, esa de la que se alimentan los independentistas de PdeCat y también los de la CUP, vive más el sentimiento de frustración por las consecuencias de la crisis o por el relato machacón del desafecto del resto de España, alimentado por el centro y por la periferia al mismo tiempo, que basada en razones nacionalistas políticas puras.
Probablemente haya que ir pensando en nuevos interlocutores, o lo que es lo mismo en política, nuevas posiciones de los interlocutores válidos.
Decía D. Manuel Azaña que “los españoles hacemos lo razonable después de haber intentado todo lo demás”. Aunque no lo parezca a simple vista, ser así tiene un lado positivo: ya solo nos queda hacer las cosas bien en Cataluña.
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