Restringido

Mientras respiremos

La Razón
La RazónLa Razón

Para calmar la desolación tras las matanzas (Bruselas, Lahore) me refugio en Bach. Decía Savater que una biblioteca tiene algo de farmacia, de dispensario intelectual y emotivo. Una discoteca también licencia múltiples jarabes para cada necesidad, y pocos ungüentos más nutricios que las partituras del genio de Eisenach, nacido en 1685 y huérfano de padres cuando apenas contaba diez años. Tras mudarse con un hermano mayor, Johann Christoph, reputado organista, Johann Sebastian aplacó la ansiedad volcándose en los estudios y en el oficio familiar, la música. Sir John Eliot Gardiner, al que debemos, entre mil hazañas, su monumental ciclo de las cantatas, así como ese libro excepcional titulado «Música en el castillo del cielo», explica que con veintidós años Bach ya había escrito dos de fluorescente potencia consoladora. Hablo de la BWV 4 y la BWV 106, o «Actus tragicus», y en la que describe «el tránsito del alma cristiana, como se separa del cuerpo y viaja al cielo». Gardiner lo atribuye «no sólo a una prodigiosa mente musical, sino también a un espíritu que ha experimentado la muerte muy de cerca, la ha visto cara a cara y ha llegado a convivir con ella». Bach enamora por su capacidad para enhebrar el fulgor matemático con la arqueología del corazón; de esa colisión nace una música que empapa y sacia como una lluvia cálida. Bach es droga dura. Veneno y medicina. Un guía fiel para el viajero perdido en el bosque y el peregrino que necesita lumbre para encontrarse.

Hay más. Bach no fue el tipo gélido que dibujó la tradición. Tampoco un erudito ilustrado a la manera de sus amigos. Con un pie en el renacimiento luterano y otro en la naciente Ilustración, golpeado por las tragedias globales y personales –diez hijos suyos murieron antes de cumplir los dos años–, adoptó orgulloso el lema «Soli Deo gloria» (Sólo gloria a Dios), aunque disfrutó los años en que, a sueldo de un príncipe calvinista, Leopoldo de Anhalt-Cöthen, compuso piezas profanas, caso de las Sonatas y partitas para violín, las Suites para violonchelo y los Conciertos de Brandeburgo. Su habilidad para armonizar, a la luz de un cerebro incandescente, lo sagrado y lo laico, así como la eficacia sanadora de sus piezas dedicadas a Dios, independientemente de las creencias particulares, inauguran el periplo de una Europa que había atravesado demasiadas guerras religiosas a otra que, firmemente enraizada, de un lado, en Grecia y Roma, y del otro en el cristianismo, iniciaba un periodo efervescente. Uno que debe prevalecer frente al fanatismo de quienes ofrendan tibias al pensamiento mágico y al que rendiré homenaje con las cantatas 42 y 67, dedicadas al primer domingo tras la Resurrección. Que pueda elegir entre las sublimes interpretaciones de Gardiner, Masaaki Suzuki y Ton Koopman, por no hablar de las debidas a pioneros como Nikolaus Harnoncourt y Gustav Leonhardt o a clásicos como Karl Richter, demuestra hasta qué punto nuestra civilización desborda el nihilismo de quienes tratan de sepultarla. Quieren fusilar a Bach, decapitar a Spinoza, desterrar a Voltaire y acuchillar a Beethoven. No mientras respiremos. No en mi nombre.