Martín Prieto

Miguitas de pan hacia la Decadencia

La Razón
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Una tarde de marzo de 1979 Felipe González me telefoneó al periódico con voz tranquila y firme: «Me voy de verdad. No comulgo con la utilización del marxismo como metodología de análisis en el socialismo español. Que un Congreso decida si la razón la tiene Luis Gómez Llorente o yo». Llorente era un destacado agitador de la corriente Izquierda Socialista, de proverbial austeridad, profesor tan serio como su pertinaz cachimba y firme creyente en que el marxismo constituía una ciencia de análisis socioeconómico imprescindible para el desarrollo de la izquierda. Llorente y los suyos más que radicales eran feligreses de una ortodoxia y nada tenían que ver con la izquierda oportunista hoy emergida y hasta en boga. Cinco meses después perdieron abrumadoramente el Congreso socialista extraordinario y Felipe regresó en aclamación a la Secretaria General.

González no había llegado a la dirección del PSOE solo por relevo generacional frente al histórico Rodolfo Llopis, el interior contra el exilio utopista, sino por su afinidad con la política de la Internacional Socialista que le apadrinó sin la menor reticencia, y en él influyeron poderosamente Willy Brandt y el austriaco Bruno Kreysky. Veinte años después del congreso de la socialdemocracia alemana en Bad Godesberg, barrio residencial de Bonn, en la que el poderoso SPD abandonó el marxismo, dejó de usar la sintonía de partido obrero para abrirse a las clases y asumiera los riesgos sociales de la economía de libre mercado, Felipe González realizó su propio giro copernicano en procura de un PSOE de amplia base, capaz de cooptar votos centristas y sin renunciar a ser el único referente hegemónico de la izquierda española. Cuando Adolfo Suárez atravesaba el Cabo de Hornos de legalizar o no el Partido Comunista de Santiago Carrillo, el entonces presidente recibió recado reservado de nuestros dirigentes socialistas sobre que armarían bulla pero aceptarían unas primeras elecciones democráticas con el PC en la clandestinidad confiando en atraer esos votos a sus filas. Suárez legalizó el comunismo porque en Europa no hubieran entendido otra cosa, pero también para dividir en su provecho las izquierdas. Juego de manos, juego de villanos. Luego Alfonso Guerra diría aquello de que a su izquierda sólo estaba el abismo, una equivalencia al reciente calificativo de catastrófico de Felipe González sobre un hipotético acceso de Podemos al poder. Lo que entendemos por «felipismo» siempre tuvo claro que a su izquierda solo cabía la radicalidad y el aventurerismo, y esa certeza la llevaban hasta en sus características más personales. Hay anécdotas que ascienden a categorías. Es cierto que en la noche del 20 de noviembre de 1975 Felipe se negó a levantar una copa: «No seré yo quien brinde por la muerte de un español». Nadie cumple todo lo que dice pero es verdad que Felipe tenía interiorizado que debía gobernar para todos los españoles y no solo para su electorado, y estimaba que los españoles basculábamos a derecha e izquierda pero sobre el pivote de una mínima centralidad. Los banqueros temían que pretendiera nacionalizar la Banca como su correligionario Mitterrand, y Felipe se reía: «Bastantes problemas tienen ustedes como para asumirlos nosotros como en Francia. Lo que haremos, si algún día llegamos al poder, es privatizar el Banco Exterior de España y el Banco Hipotecario, que son estatales». Y lo hicieron. La Iglesia temía que los socialistas asfixiaran la enseñanza confesional o concertada, y Felipe les explicó que llegado el supuesto su obligación consistiría en reponer cristales y pupitres en la escuela pública, muy abandonada, pero que religiosos y concertados eran para él intocables. Las prolongadas conversaciones con la Iglesia las continuó Alfonso Guerra, y el jesuita Martín Patino, mano derecha del Cardenal Tarancón. El caso es que las relaciones Iglesia-PSOE fueron del máximo respeto, con escollos insalvables como el aborto. Incluso el primer acto oficial de González fue presidir la misa de la entonces inquietante División Acorazada Brunete, número 1. Le faltó comulgar.

La Transición no fue un periodo que culminara con el refrendo mayoritario de los españoles (especialmente los catalanes), sino que culminó con el acceso del PSOE al poder con gran generosidad de todos los actores políticos en un cambio del que la actual cúpula socialista no se siente orgullosa o como si consideran que si el salto pacífico y ordenado de una dictadura de 40 años a una democracia homologable con Europa fuera una peripecia que sólo atañe y compete a la generación que la protagonizó. El adanismo. Luces y sombras: corrupción, asesinatos en las cloacas del Estado y un Felipe cansado o desubicado que estuvo a las doce menos cinco de nombrar ministro del interior a Luis Roldán. Pero el partido tenía un rostro identificable, y no una máscara, y sabíamos que, aun mediando errores gruesos y negociaciones surrealistas como las de Argel, el objetivo era la extinción de ETA y cualquier pretensión secesionista. Nadie dudaba que la «E» del anagrama socialista era una indeclinable carta de intenciones a la sociedad. Agotada esa etapa un grupo de amigos de Trinidad Jiménez, encabezados por Rodríguez Zapatero, inventan eso tan viejo y recurrente de «la tercera vía», que sirve para un roto o para un descosido, y se hacen con el PSOE pasando sobre la cabeza del ungido José Bono. Felipe, seriamente preocupado por la nueva deriva, le pidió cita para una conversación en profundidad. Le convidó a comer en Doñana a una gigantesca mesa a la que se sentaron todos los dirigentes del socialismo andaluz, sin posibilidad de mano a mano entre ambos. Felipe comentó: «A este sólo le ha faltado traerse a los guardabosques del parque». ZP había roto amarras con el «felipismo»: un nuevo Estatuto catalán y el pacto del Tinell (la vasería de la Generalitat) anatematizando al centro derecha español.De derrota en derrota otro desconocido como Sánchez ha seguido en poco tiempo pero con provecho las miguitas de pan. Se satisface en la mala educación insultando a Rajoy en un debate, trata de apestada a la derecha y con tal de ser presidente por un día se mete en la cama con toda la enfermedad infantil del comunismo que diagnosticaba Lenin, ignorando el aserto médico de «una noche con Venus y toda la vida con Mercurio». El PSOE ha perdido en su largo camino las señas de identidad y necesita otro Bad Godesberg o resignarse a ser un partido regional andaluz y con la responsabilidad de haber abierto irresponsablemente el libro cainita de las dos Españas. Su actual desconcierto y desprolijidad son tales que ni se dan cuenta de que son el centro y la derecha quienes más van a lamentar la decadencia y caída del PSOE.