Jubilación
Nuestros jubilados
Decía Joseph Conrad en «Heart of darkness» que una salud triunfante en medio de la derrota general de los organismos constituye por sí misma una especie de poder. Lo recordé la semana pasada viendo a nuestros jubilados en una manifestación atacar vallas cual adolescentes. Puesto que andamos dopados hasta las cejas de Sintrón, Venosmil, Paracetamol, Ibuprofeno y Omeoprazol, los tumultos de las turbas habrá que achacárselos a la industria farmacéutica. Su ansia codiciosa de vender medicamentos ha creado unos replicantes químicos que, cruzados con la moda del indignacionismo, van a dar mucho que hablar. No tendrán una potencia de fuego como para tomar el Palacio de Invierno, pero yo aconsejaría no subestimarlos. Porque desde tiempos inmemoriales ha sido una constante en la sociedad que quien es sensatamente ahorrador y trabaja duramente merece su premio. Si, en un futuro, gente que ha trabajado toda su vida contempla cómo, después de todo ese esfuerzo, no recibe más recompensa que una pensión simbólica mientras que especuladores fugaces consiguen beneficios inmensos, entraremos en terrenos muy peligrosos.
En Alemania, en 1923, debido a la depreciación del marco por la crisis de posguerra, los pensionistas descubrieron que su paga prometida, después de toda una vida de lucha, no servía para alimentar a sus hijos. Y, mientras eso sucedía, tuvieron que comprobar, atónitos, cómo compatriotas aventureros podían cancelar sus hipotecas millonarias, acumuladas durante su loca juventud (cifras desorbitadas que ya no significaban nada por la devaluación), tan solo con el producto de una cosecha de cualquier pequeño terreno que les quedara por ahí. Es decir, se subvirtió el orden lógico de las cosas: el laborioso obtenía pobreza a cambio de años de esfuerzo y el despreocupado podía eludir sus responsabilidades. La gente se lo tomo muy mal, la sociedad enloqueció y la cosa acabó como acabó: populismo, nacionalismo exacerbado, culto a la personalidad, banderías, totalitarismo, xenofobía, etc.
De jóvenes nos sentimos inmortales pero, en cierto modo, los verdaderamente indestructibles son los viejos. Han vivido todo y siguen ahí. No tienen nada que perder. Cuidado con ellos.
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